Facetas


Las historias detrás de los pacientes con VIH

LAURA ANAYA GARRIDO

20 de mayo de 2018 12:35 AM

“Tienes VIH”, le dijeron y sintió morir. “Tengo VIH, tengo VIH, ¡hijueputa, tengo VIH y me voy a morir!”, gritaba una y otra vez la voz en la cabeza de Ana*, y seguía: pero lo peor de morirse no es morirse, no: es cómo te mueres. Ella sentía que ese virus se la iba a tragar poquito a poco. Creía que la secaría lenta y dolorosamente, y esa, señoras y señores, es la muerte más triste de todas. Ella no se quería morir, ¿cómo, si tenía veinte años y un hijo chiquito?

No nos digamos mentiras, en esta sociedad prejuiciosa, apenas se pronuncian las siete letras aterradoras (VIH-SIDA) la gente piensa automáticamente: promiscuidad, sexo desenfrenado, ¿quién la mandó? Si es hombre, seguramente es un ‘marica’ bien promiscuo y si es mujer, segurito es prostituta. Pues no, hay que derrumbar esos estigmas tan dañinos, primero, por el respeto básico que debería existir entre todos los seres humanos; y, segundo, en honor a personas como Ana: mamá, ama de casa, pareja estable, ¿qué se iba a imaginar que su marido de años era portador de VIH?

Él era marinero. Ella, ama de casa. Se conocieron. Se enamoraron. Se fueron a vivir juntos. Él supo siempre que era portador de VIH, pero no le contó y nunca usó condón. Un día, una brigada llegó al barrio para hacer una campaña sobre el Virus de la Inmunodeficiencia Humana, VIH. Ana apenas sabía que esa enfermedad sonaba terrible, pero accedió a hacerse la prueba porque creía que no había nada que perder, que el resultado sería negativo. Pues no, el papel decía clarito ‘Positivo’, con p de perder, de padecer.

“Callé, ni siquiera me atreví a confrontarlo, ¿para qué? ¿Qué podía hacer él por mí? Supo siempre que era portador, pero no me dijo hasta muchos años después, cuando le dio toxoplasmosis. Ahí fue cuando le reclamé que por qué había hecho eso conmigo, que yo estaba joven, ¿qué va a ser de mi hijo?, por lo que me hiciste no lo voy a ver crecer, no le voy a dar educación -dice ella con voz firme, como a quien ya no le duele-. Le reclamé, sí, pero lo perdoné y lo acompañé hasta que murió”.

Ana estaba resignada: sabía que el VIH no tiene cura y creía que no tenía tratamiento. Siguió callada por años, solo esperando morirse sin decirle jamás a su mamá ni a su hijo de su enfermedad, pero entre suelo y cielo todo termina descubriéndose. Un día le dio neumonía. La llevaron al hospital porque casi se muere y se supo todo. Ahí empezó el tratamiento de antiretrovirales que la tiene en pie.

Ahora me dice que vive con VIH, pero sin miedo. Se volvió a enamorar de un hombre y, aunque le aterrorizaba el rechazo, le contó que era portadora de VIH. Él la aceptó sin discriminar y tuvieron un hijo.

Han pasado veinte años, la vida ha dado muchas vueltas, pero Ana no se deja caer. Ahora sabe que este virus no la volverá a tumbar.

***
Juan* amaba a otro hombre. Desde niño supo que era homosexual, pero le daba mucho miedo comenzar su vida sexual por todas las cosas que dicen de los gais: que algunos son promiscuos, que algunos no son responsables sexualmente -como muchos heterosexuales-, que si no se avispaba podía contraer una enfermedad de transmisión sexual. No se avispó y a los 19 años, poquito después de comenzar su vida sexual con un hombre 20 años mayor, le diagnosticaron VIH.

Comenzó como una gastritis bárbara, luego vinieron los desmayos, los mareos, las náuseas... y la verdad. Su pareja simplemente le dijo: “Me hice la prueba y soy VIH positivo, deberías chequearte también”. La prueba dio positivo y entonces se volvieron malditos aquellos minutos de placer sin condón, todos los besos, las caricias... ¿Qué va a ser de mí? ¿Cómo le voy a decir a mi mamá? ¿Con qué clase de tipo me metí? Me voy a morir joven.

“Todavía no entiendo cómo no me volví loco. Me deprimí tanto que no comía bien y tampoco dormía, es un choque emocional tremendo, muy, muy grande. Me dieron charlas, pero nada de eso lo consuela a uno, el tiempo es el único que ayuda”.

Después de deprimirse hasta el límite, bajar de peso dramáticamente y pedir mil citas en su EPS, volvió con el hombre que lo contagió. Se fueron a vivir juntos y comenzó el tratamiento. Debía tomarse tres pastillas al día de un medicamento que le cayó como una patada en el hígado. Pasaba con fiebre, mareo y tenía pesadillas todo el tiempo, así que las dejó. Le cambiaron la droga y se estabilizó, su cuerpo está saludable, pero su alma no, descubrió una verdad aún más dolorosa que el VIH: su pareja es más promiscua que nunca. “Lo he encontrado en baños de bares teniendo sexo con otros hombres, me humilla, me engaña, anda con otros y me lo dice en la cara”, me cuenta.

¿Y por qué no lo dejas? -le pregunto-.

-Porque lo amo.

***

Si Merce* se sentaba al lado de su hermana, ella se levantaba y enseguida se limpiaba con alcohol. La discriminación de su propia familia, que no le permitía usar el mismo baño, ni los mismos platos que el resto, la estaba matando más rápido que el mismo virus que le corría por la sangre.

Merce es ama de casa. Llevaba años, pero aaaaaaños, casada con el mismo señor. Era el amor de su vida, así que no usaba condón, y como nunca lo veía en nada raro, ni sospechó lo que le corría pierna arriba. “La verdad es que a mí me diagnosticaron hace once años (tiene 56) y yo todavía no entiendo en qué momento fue que él contrajo VIH, no sé cómo hizo sus cosas”, dice.

“Era una relación muy buena, provechosa, trabajábamos los dos”. Lo raro comenzó cuando a él le empezó una fiebre intensa, diarrea, gripa, vómitos, y lo diagnosticaron.

“Miércoles, cuando me dijeron que yo también tenía el virus, lo primero que se me vino a la cabeza fue muerte, me morí. Yo no sentía nada en el cuerpo, pero me martirizaba que iba a dejar a mis dos hijos solos”.

Y precisamente por ellos fue que se levantó, comenzó a aprender de la enfermedad y se apegó tanto al tratamiento que ahora vive como si estuviera sana. ¿Y el marido? Lo perdonó y siguieron juntos por varios años más, pero hace poco terminaron. “Yo siempre le preguntaba por qué, cómo, y lo culpaba, o no lo culpaba: lo culpo. Ya él no aguantaba más que cada ratico lo culpara, así que nos dejamos hace poco”.

Pero Merce se siente más segura que nunca. Sabe qué tiene y se lo enseña a otras mujeres con VIH, vive diciéndole a jóvenes y viejos que usen condón, no solo para evitar el VIH, sino todas las ETS y embarazos no deseados.

“La infección no la fui a buscar, me la trajeron a la casa, y Dios sabe cómo hace sus cosas. He conocido mucho de esta y otras co-infecciones. ¿Sabes?, esto ha sido hasta de beneficio, porque si no caigo no me hubiera preocupado por aprender. Tengo mucho que agradecerle a la vida. Mucho”.

*Nombres cambiados.

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