Facetas


No hay causa perdida: capítulo del libro del ex presidente Uribe

REDACCIÓN COLOMBIA

23 de septiembre de 2012 07:56 PM

Una noche, el ministro de Defensa Santos y el general Padilla entraron a mi oficina con algunas de las peores noticias de nuestra presidencia: tenían pruebas de soldados delincuentes colombianos que estaban secuestrando a civiles inocentes, los asesinaban y luego los hacían pasar como miembros de grupos armados ilegales.
En algunos casos, estos soldados vestían los cadáveres con uniformes de las FARC y trasladaban los cuerpos a las zonas donde operaban. El eufemismo para referirse a esta práctica abominable se conoció como “falsos positivos”. Algunas personas señalaron que los soldados que participaban en estas prácticas lo hacían para inflar el llamado “conteo de cuerpos” de sus divisiones, y así demostrar avances en materia de seguridad. Aunque se habían presentado denuncias de falsos positivos desde los años ochenta —y otros informes de abusos cometidos por los militares—, los casos presentados por Santos y Padilla sugerían que esta práctica podría haber sido más generalizada dentro de nuestras Fuerzas Armadas de lo que habíamos creído.
Al enterarme de estas denuncias, me sentí mal físicamente. Los asesinatos eran una violación de todos los principios que sostenían a nuestro gobierno y de todas las órdenes que había dado a las Fuerzas Armadas. Desde el primer día en la presidencia, di instrucciones explícitas: no toleraríamos las violaciones de los derechos humanos o de los principios democráticos. Nuestro mensaje era siempre el mismo, en público y en privado: nunca permitiríamos prácticas ilegales, y mucho menos ignoraríamos cualquier tipo de abusos. Cuando me mostraban evidencias de conductas delictivas en cualquier institución gubernamental, siempre actué con decisión y transparencia para que los responsables rindieran cuentas por sus actos. Las democracias no toleran los abusos cometidos contra sus ciudadanos y este incidente no sería la excepción.
En el pasado habíamos tenido algunos casos de presunta criminalidad de nuestras fuerzas de seguridad. Y desde el primer momento establecimos un precedente claro: actuaríamos con celeridad y sin consideraciones políticas o de imagen pública. En 2006, pocos días antes de la elección presidencial, nos enteramos de un incidente particularmente abominable ocurrido en Jamundí: un grupo de soldados fue acusado de matar a varios policías colombianos que perseguían a traficantes de drogas, quienes al parecer estaban bajo la protección de esos mismos soldados. Horrorizado, tomé la decisión, con Camilo Ospina —nuestro ministro de Defensa en ese momento—, de solicitar que el caso fuera investigado por la justicia penal ordinaria y no por los tribunales militares. Reaccionamos de la misma forma expedita tras las supuestas atrocidades cometidas en Guaitarilla, Cajamarca y otros lugares.
Por otra parte, desde el inicio de nuestro gobierno se había aprobado una norma según la cual, cada vez que una misión militar diera de baja a un su- puesto terrorista, nuestros soldados no podían mover el cuerpo hasta que un fiscal o funcionario del sistema judicial civil llegara al lugar de los hechos. El propósito de esta norma era, a la vez, proteger los derechos humanos y fortalecer la reputación de las Fuerzas Armadas dando absoluta transparencia a sus actividades. Paradójicamente, las medidas que tomamos desde 2003 no fueron resaltadas por nuestros críticos en Derechos Humanos, pero sí sirvieron para que hubiera excesos de judicialización por parte de la justicia ordinaria, lo cual llevó al estamento armado a quejarse de la eliminación de su fuero militar.
Aquella noche, con el ministro Santos y el general Padilla, acudieron a la reunión jueces y el asesor de derechos humanos. A medianoche, tras haber examinado los puntos clave de las pruebas, decidimos expulsar a los miembros de las fuerzas de seguridad que no habían seguido estrictamente los protocolos implementados con el fin de prevenir tales atrocidades. A las siete de la mañana del día siguiente hablé por la televisión: expliqué los resulta- dos de la investigación a una nación conmocionada y entristecida, y comunicamos nuestra decisión de expulsar de las filas a los responsables. Fueron veintisiete despidos inmediatos en toda la cadena de mando, y en ellos se incluía a tres generales. La decisión era dolorosa —iba contra el amor y res- peto que siempre he profesado por las Fuerzas Armadas—, pero necesaria. El periódico El Tiempo la calificó como “la mayor purga militar en la historia del país”.
—La investigación ha encontrado que algunos miembros de las Fuerzas Armadas podrían estar involucrados en asesinatos, y que se han presentado fallas en los procedimientos, en los protocolos, y en la vigilancia —dije—.
Estos resultados nos obligan a tomar decisiones drásticas. No podemos permitir ninguna violación de los derechos humanos... Para nosotros, la verdad y la transparencia son tan importantes como la eficacia en general para el éxito de la Seguridad Democrática.
No era suficiente con castigar a los culpables. Debíamos tomar medidas para garantizar que nunca se repetirían estos crímenes. Una vez más, pedimos a nuestro sistema de justicia civil que investigara todas las denuncias de falsos positivos; invitamos también a los comandantes militares a asistir a las audiencias públicas que celebrábamos —transmitidas por la televisión— para responder a todas las denuncias por violaciones a los derechos humanos que hiciera la comunidad.
Me reuní con muchas madres de las víctimas para ofrecerles mis disculpas más profundas y conocer más detalles de los crímenes. Me contaron historias desgarradoras: sus hijos habían sido engañados con promesas de empleo y sus cadáveres habían sido encontrados, días después, a cientos de kilómetros de sus hogares. Algunos de estos casos incluían a un hombre sin hogar, a un joven epiléptico y a vendedores ambulantes. Según informes de prensa, una de las víctimas fue un veterano que abandonó el Ejército después de la amputación de su brazo izquierdo y fue asesinado por individuos de la misma institución en la que él había estado y reverenciado. Expresé mis con- dolencias y mi horror por los crímenes, y me comprometí a llevar ante la justicia a los responsables.
Varias madres me dijeron que sus hijos habían estado involucrados en el tráfico de drogas. Esto se sumó a otras informaciones que relacionaban estos asesinatos con acciones que vinculaban a narcotraficantes con algunos integrantes de las Fuerzas Armadas. Sabíamos de algunos casos: al inicio de nuestro gobierno, en Guaitarilla algunos miembros de nuestras Fuerzas Armadas habrían actuado por dinero que recibieron de los grupos de traficantes de drogas; también de narcotraficantes que pagaban a soldados colombianos para matar a sus rivales y hacerlos pasar como miembros de las FARC o de otro grupo. Un informe de 1994 de la CIA (desclasificado) señalaba que esta práctica se había realizado en Colombia desde por lo menos los años ochenta. Me entrevisté con un testigo en la sede de la ONU en Bogotá, quien me dijo que el objetivo principal de estos asesinatos era que los soldados pudieran dar parte de los progresos que realizaban contra los traficantes de drogas, mientras en realidad protegían a los verdaderos capos. Llegué a la convicción que el narcotráfico había jugado un papel importante en los falsos positivos: otra horrenda consecuencia del tráfico de drogas.
Desde que estalló el escándalo de los falsos positivos, me han preguntado si creo que nuestras políticas contribuyeron de alguna manera a los asesinatos. Rechazo con firmeza esta posibilidad. En primer lugar, la pregunta es pro- ducto de la desinformación: la opinión que sostiene que los soldados recibieron un pago adicional u otros incentivos financieros a cambio de un “conteo de cuerpos” más alto, es totalmente falsa. Por otra parte, quienes argumentan que al presionar fuertemente a los comandantes militares creé una cultura en la que podían ocurrir estos abusos, van en contravía de todas las pruebas obtenidas durante nuestro gobierno —tanto anecdóticas como de otro tipo— que demuestran cómo los militares eran menos propensos a cometer abusos en un entorno en que la moral era alta y su institución contaba con el apoyo decidido del Gobierno colombiano. Finalmente, algunos sugieren que nuestra persecución implacable a los grupos armados hizo creer a las fuerzas de seguridad que podían operar con impunidad: esto es totalmente falso, y así lo prueban todas nuestras intervenciones en escuelas militares, ceremonias de promoción de oficiales y discursos a la nación, en las que a la par que se hacía una exigencia de eficacia se daban instrucciones contundentes de transparencia y de respeto a los derechos humanos bajo la advertencia que ninguna conducta criminal —dentro o fuera de los estamentos militares— sería tolerada.
Como era nuestra obligación, reaccionamos a los casos de falsos positivos: facilitamos a la población civil la denuncia de estos delitos, e implementamos la aplicación de salvaguardias para eliminar el número de abusos de las Fuer- zas Armadas y llevar a los criminales ante la justicia. Nuestros datos muestran que los casos de falsos positivos aumentaron en los años noventa, alcanzaron su apogeo en los años inmediatamente anteriores a nuestra presidencia, y luego disminuyeron. En la actualidad otros casos están siendo procesados por el sistema judicial colombiano y varias de las acusaciones han resultado falsas (en muchos casos varios años después de los hechos). Una de ellas involucró a miembros de la Cuarta Brigada del Ejército con sede en Medellín: los implicados fueron exonerados ocho años después de haberse presentado los cargos. Pero, muy a mi pesar, muchos otros casos fueron reales e innegables.
Poco antes de terminar el gobierno, el delegado de la Alta Comisionada de Naciones Unidas para los Derechos Humanos me visitó y me dijo que traía buenas noticias: que en los últimos dieciocho meses solo había recibido cuatro quejas y únicamente una parecía seria. Le repliqué: “No son buenas noticias, necesitamos cero casos, la permanencia de la Seguridad Democrática depende de su credibilidad, la que a su vez se funda en la eficacia y en la transparencia”.
* Capítulo 17 del libro “No hay causa perdida”, del Ex Presidente Álvaro Uribe Vélez,  publicado con la autorización de los editores Penguin Group.

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