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Otra Semana Santa sin templos en Cartagena

Fue en 1683 y no por culpa de ningún virus, sino por una disputa entre autoridades.

EL UNIVERSAL

12 de abril de 2020 12:00 AM

Por Manuel Serrano García

Especial para El Universal

La Semana Santa de 2020 va a ser recordada como la vivida sin celebraciones, la Semana Santa en blanco con los fieles confinados, algo que desgraciadamente se comparte con gran parte del mundo cristiano. Sin embargo, no es la primera Semana Santa que Cartagena vive sin celebraciones religiosas, acontecimiento extraordinario pero que no llega a emular ni sorprender si lo comparamos con la primera Semana Santa que vivió la ciudad sin templos abiertos. (Lea aquí: Mompox: una Semana Santa truncada por los ‘pasos’ de un virus)

En 1683 la ciudad viviría uno de los acontecimientos que la marcaría por años venideros, manteniendo a la población y autoridades en vilo por más de 10 años, triste presagio del desgraciado final de siglo que se vivió con el asedio del barón de Pointis y el saqueo de 1697. El profesor D. Julián Ruiz Rivera, gran conocedor la de historia de Cartagena de Indias, sacó a la luz un interesante estudio sobre la Semana Santa de Cartagena de 1683 que narraba unos acontecimientos del todo extraordinarios que tuvieron en vilo a la ciudad durante varios días.*

La Semana Santa de finales del siglo XVII se celebraba en Cartagena, como en el resto de los dominios españoles, con gran fervor entre la población. Por un lado, estaban las obligadas celebraciones litúrgicas de la Pasión del Señor y Resurrección, que congregaban gran número de fieles en los templos de la ciudad. Además, como un elemento propio de la religiosidad española, no podían faltar las tradicionales procesiones de las hermandades penitenciales, en las que se cargaban con imágenes religiosas que representaban algún pasaje de la Pasión del Señor, junto a un gran número de hermanos. Estas hermandades radicaban principalmente en los templos de las órdenes religiosas, que habían conectado mejor con los sentimientos de la religiosidad popular, logrando el afecto y devoción de la población. Desgraciadamente conocemos muy poco sobre las hermandades penitenciales que hubo en Cartagena, pues no se ha conservado documentación al respecto. El convento de los franciscanos de Getsemaní contó la con la hermandad de Nuestra Señora de los Dolores, también existió una hermandad de las Tres Caídas, o la hermandad de la Pasión de Nuestro Redentor, situada en el convento de San Agustín, y cuya fama y riqueza queda testimoniada por la rica urna de plata que cobijaba el cuerpo difunto del Señor, robada por las tropas francesas en 1697. Tampoco debemos descartar la existencia de otra hermandad penitencial en el convento de los dominicos que diera culto a alguna imagen de especial veneración.

Sin embargo, esta situación se vio truncada en 1683, cuando estalló una tormenta eclesiástica en Cartagena cuyos truenos retumbaron hasta en la misma Roma. El conflicto fue protagonizado por el obispo Miguel Antonio de Benavides y Piedrola, uno de los personajes más apasionantes de la historia de esta ciudad. Su gobierno se vio protagonizado, casi en su totalidad, por el conflicto jurisdiccional trabado con las monjas clarisas, cartageneras de alta cuna y de armas tomar, que decidieron ponerse bajo protección del obispo, desentendiéndose de esta manera de la autoridad de los frailes franciscanos. De modo que se desató un conflicto que se extendió a todos los sectores de la ciudad. El prelado celoso de su jurisdicción y de su potestad no tardó en amenazar a la ciudad, que mayoritariamente se había puesto a favor de los franciscanos en contra de su criterio, con lanzar el entredicho y cessatio a la ciudad, es decir, la prohibición de cualquier celebración religiosa. La situación fue tan tensa que incluso el obispo Miguel Antonio de Benavides llegó a exiliarse en Turbaco, además de excomulgar a cuantos le contradijeran, lo que nos indica el fuerte carácter del prelado. Todo lo cual, unido a la falta de entendimiento con las autoridades civiles, provocó que finalmente se lanzara la cessatio en el mes de enero, pero la situación lejos de calmarse se agravó más, hasta llegar a las delicadas fechas de Semana Santa. El obispo tan solo tenía de su parte al clero secular, mientras que las autoridades civiles, Inquisición y órdenes religiosas habían hecho frente común contra el prelado. Los acontecimientos que siguieron nos pueden parecer del todo impensables y extraordinarios, pero no lo eran para una sociedad donde el honor y las prerrogativas de cada autoridad eran intocables. (Le puede interesar: A la espera de la resurrección: turismo colombiano sufre en Semana Santa)

La prohibición del obispo no era una cuestión baladí, pues había incluso prohibido que el inquisidor celebrara la misa en su propia casa. Así pues, llegadas las fechas de la Semana Santa la tensión subió, los frailes de la ciudad decidieron romper la prohibición y abrir sus templos aduciendo privilegios papales. Las circunstancias no dejaron a nadie indiferente y se convirtió en el primer asunto de opinión entre los cartageneros, dividiéndose la población entre los que apoyaban al obispo con su clero y el cierre de templos, frente a los que defendían a los frailes y la apertura de estos. A continuación las escenas que se vivieron alborotarían al más imperturbable. En la mañana del Jueves Santo, cuando los religiosos se dispusieron a abrir sus templos, una turba de los sectores más populares, jaleados por clérigos seculares vestidos de civil, acudió a las puertas de los conventos donde los frailes intentaban defender su apertura. El espectáculo debió ser de lo menos edificante, con golpes, palos y finalmente con tablas clavadas sobre las puertas se lograron cerrar los templos e impedir las celebraciones litúrgicas entre un gran alboroto. La turba recorrió la ciudad clausurando las puertas de los conventos y atemorizando a todo aquel que intentara desoír las disposiciones episcopales. Incluso se lanzaron tiros desde la torre de la catedral, tal fue el tumulto que tuvo que intervenir la autoridad civil y hasta el propio provisor del obispado para poner orden en unos disturbios que podían llegar a desestabilizar el gobierno de la ciudad. Sin embargo, la cessatio no se levantó, mientras que los ánimos en la ciudad no se calmaban ni el problema de jurisdicción encontraba solución, es más, con el paso del tiempo se agravaría.

Los cartageneros se vieron privados de unas celebraciones a las que les tenían gran arraigo, lo que encendió unos ánimos ya muy caldeados. Las procesiones fueron sustituidas por una agitación popular y disturbios, una situación que no era más que una expresión de las tensiones sociales y políticas que vivía la ciudad a finales del siglo XVII.

*“Unos oficios militares de Jueves y Viernes Santo de 1683 en Cartagena de Indias”, en actas del IX Congreso Internacional de Historia de América (Badajoz, 2002).

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