Facetas


Un día como ‘limpia-vidrios’

“La técnica consiste en hacer primero recto (de derecha a izquierda) y luego ondulado con el limpia vidrios”. Así me dice Wilson Piedrahita, de 26 años, quien una hora antes de nuestro encuentro estaba sumamente encabronado porque le había prestado a otro ‘limpia-vidrios’ sus herramientas de trabajo y esa persona no había llegado a la hora acordada, dejándolo sentado por más de media hora a su espera.
“Pero es que no les vuelvo a hacer ni un sólo favor (me ve que río). No compa, es en serio, uno por hacerle el favor a esos manes y sale uno perjudicado”.
Minutos después, me dirijo hacia Harold Pereira, un adolescente de 15 años, con el que ya había arreglado para que me prestara su limpia vidrios por dos mil pesos, objeto que estos muchachos compran por $11 mil en un local situado sobre la Avenida Luis Carlos López en el centro.
El limpia vidrios es un tubo muy delgado que mide aproximadamente 50 centímetros de largo. En uno de sus extremos tiene una lámina que a su vez tiene por un lado adherido un caucho y por el otro una espuma. “Como de colchón, compa”, me dice Wilson.
En el mismo orden de prioridades, es muy importante tener una botella plástica con mezcla de agua y detergente. La tapa debe tener un agujero muy pequeño por donde sale propulsado el líquido.

En el rebusque
Pues bien, ya con los elementos de trabajo en cada una de mis manos, me abalanzó sobre el primer automóvil. Con un gesto de interrogación miro al conductor del taxi, al mismo tiempo que inclino la botella para empezar. Encuentro una negativa con las manos. No pasa nada –me digo-, el próximo sí.
Voy al siguiente automóvil y repito el mismo ritual pero sucede exactamente lo mismo. Doy la vuelta y miro cómo se burlan mis ahora compañeros de trabajo.
En total están conmigo tres muchachos, la mayoría son menores de edad. Todos son ‘limpia-vidrios’ que trabajan a doble jornada para rebuscarse el sustento diario haciendo este oficio en diferentes puntos de la Avenida Pedro de Heredia.
La labor me va pareciendo cada vez más complicada,  cosa que no le sucede a Wilson que trabaja en este oficio desde los 8 años. Llegó de Cúcuta con su mamá a Cartagena.
Por mi parte, le digo que soy de Bucaramanga. Se ríe y me ofrece otra vez su mano en gesto de amistad. Me dice con una gran sonrisa: “¡paisano! el problema es que te ven la pinta, mira cómo se te quedan viendo la jeta…; a ti esa pinta de gomelo no te la quita nadie”, se echa a reír otra vez y se va corriendo porque ha llegado un ‘patrón’.
Estamos en el semáforo de Los Cuatro Vientos y Wilson tiene muchos patrones... Él es el que mejor gana de todos los ‘limpia-vidrios’, como ellos mismos se autodenominan. Gana más que todos sus compañeros porque ha conocido a mucha gente, así que hay carros que sólo puede limpiar él. “A mí me dan de a dos mil, de a tres mil pesos, hasta más. En cambio a ellos les dan de a doscientos de a trescientos pesos”.

Aprendizaje del error
Gracias a él, veo el carro del gerente del Éxito, del anestesiólogo que operó a su novia y el de un señor que tiene un local en el SAO, entre otros carros que me señala.
Wilson saluda más de lo que en verdad limpia, y es que ese es su secreto, es muy amable con todos y en un día sin eventualidades se puede estar haciendo hasta cuarenta mil pesos, en cambio los demás ganan menos de la mitad que él.
Para mi tercer intento, decido quitarme los lentes de ver de lejos, pensando que quizás que me daban un aspecto muy serio, a pesar de haber ido a trabajar con ropa muy sencilla. Camino a lo largo de toda la calzada, ninguno de los cinco automóviles accede a dejarse limpiar su vidrio panorámico. Una vez más vuelvo al andén y Wilson me grita: “das es pena”. Le sonrío porque no esperaba que fuera fácil.
Decido para mi siguiente intento ser ‘liso’ o atrevido y salpicar el líquido sin preguntar a los automóviles. “Claro compa, así es que es”, me dice Harold. Con el semáforo en rojo, llega un automóvil y lo salpico arbitrariamente. En respuesta el tipo del Ford Laser, enciende el limpia panorámico de su auto.
Wilson me dice que él antes también le echaba agua arbitrariamente a casi todos los carros pero que aprendió que era mejor preguntar, que los taxis casi nunca quieren limpiar sus vidrios, que los días que llueve y escampa son los mejores, y sobre todo aprendió de memoria cuáles son los carros que dejan algo de dinero y los que no.
Es un tipo de mediana estatura, trigueño, tiene un jean y una camiseta polo azul de rayas blancas horizontales, gel en el pelo y zapatos rojos. De todos es el que mejor viste porque como el mismo dice, es el más correcto de todos. Me cuenta que antes estuvo en las drogas.
“Compa yo fui casi un desechable. Metí marihuana, patras, perico, de todo compa, pero me rehabilité. Ahora estoy más contento, me visto bien, tengo una mujer y tres niños, dos míos y uno de ella. Pero usted sabe, a todos hay que quererlos por igual. Ahora mismo quiero sacar un televisor y un DVD con la mujer mía, me cuesta 70 mil pesos la cuota inicial, por eso es que me emputa tanto cuando me hacen esperar porque otros tienen mis herramientas y pierdo fácilmente 3 mil o 6 mil pesos. Usted se da cuenta compa, lo bien que me ha ido, pero no le vuelvo a prestar a nadie un culo”, me dice mientras me enseña un par de billetes con unas monedas en su mano derecha abierta que suman alrededor de 4 mil pesos.

Recursividad
Pese a todas las negativas, todavía sigo en pie con el tubo y la botella plástica. Wilson me pregunta: “¿todavía ni uno compa?”. Niego con la cabeza. Me llama con la mano porque ha llegado un patrón suyo y me dice que le ayude limpiando el vidrio trasero. Esparzo el líquido y luego con el lado de la espuma refriego el vidrio. Acto seguido, con el lado de caucho retiro el jabón. Todo tiene su ciencia y hasta para un trabajo como este hay que aprender el modo de hacerlo bien. Los muchachos me miran y vuelven a reírse, pero al menos ya limpié uno. Wilson se me acerca y me dice: “tome compa, sus primeros quinientos pesos”.
A este personaje se le acaba el agua de la botella así que lo acompaño a llenarla. Pasamos la carretera y entramos a una zona comercial cercana. Coge un balde con agua que cae de un aire acondicionado de un local de internet y me demuestra una y otra vez la recursividad de la que podemos jactarnos los colombianos.
Sigo así. De ayudante. Limpio (mal) unos cinco carros más. Después, en sentido contrario, en la otra calzada que no tiene semáforo aparece un vendedor ambulante de aspecto amable. Viene en una especie de bicicleta que tiene en la parte de adelante una gran caja de metal con pan. Nos acercamos Wilson, Harold y yo. Wilson pide una chicha de arroz y un pan de trescientos. Yo pido lo mismo para Harold y para mí y les advierto que invito yo. Me apoyo contra un poste de luz y ellos se sientan en pleno andén. Me cuentan cómo los policías o “tombos” del CAI de Los Ejecutivos los maltratan a veces cuando uno de ellos pelea con algún conductor de buseta o con su ‘sparring’. Me cuentan también que la mayoría de ellos a mediodía se va a almorzar, por tres mil pesos, a Bazurto. Almuerzo que –aseguran- tiene porciones de arroz bastante generosas.

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