Inmóvil. Postrada. Incrédula. Sucedía... Primero, lo primero: dejó el almuerzo a un lado. ¿Para qué comida?, si la casa se iba desmigajando, disolviendo sueños como cuando un cubo de azúcar se desbarata entre tus manos, pero violenta, muy violentamente.
Aquella tarde gris y sombría, el techo empezó a desprenderse, las piedras encima del zinc tambaleaban, caían, volaron las láminas, el viento se ensañó con aquella casita, aquel ranchito, maltrecho, enclenque, de 4 metros por 4 metros. Débil. Volátil.
El viento sopló y sopló tan rápido, pero tan lento a la vez. La más joven de todas las ‘casas’ de Isla de León, en El Pozón —tenía solo 15 días de vida—, sucumbía.
Rebeca Ordaz salió bajo la lluvia, corrió con sus dos hijas, para que no les cayeran las piedras del techo encima. O el mismo techo. O su misma casa. Dejaron el almuerzo tirado, dejaron todo, primero y, segundo, corrieron porque estaban más a salvo afuera. La vivienda de un vecino les sirvió de refugio.
Y, allí, mojada, asustada, temblando, petrificada, sucedía... Lo contempló. Rebeca, impotente, no pudo más que llorar mientras veía su casa despedazarse por un ventarrón y esperar a que la lluvia cesara para ver qué se salvó. (También le puede interesar: León: una Isla que no es paradisíaca)
Isla de León, contrario al resto de El Pozón, no ha cambiado mucho desde la última vez que visité sus calles. Ahora veo una ferretería bien construida. Más robustecida la tienda, más casas de material, las mismas vías paupérrimas, los mismos niños corriendo espolvoreados, embarrados. Las aguas pútridas. El mismo abandono estatal.
Muy cerca veo la que parece ser la misma casucha de tablas, que algún día conocí, donde alguna vez vivió un bebé que murió aparentemente desnutrido, de física hambre.
O sí, quizá allá sí ha cambiado algo. Ahora tienen un ángel, la Fundación Sonrisas de León y su creador, Roosevelt Morales, quien no deja que nadie se muera de hambre. ¡Bendito Dios!
Aquí, en la colorida sede de la fundación, conozco a Rebeca. Lleva unas botas pantaneras negras, jeans, un suéter rosado y un tapaboca. Está más tranquila ahora.
Tranquila pese a las caóticas semanas previas. La pandemia. La crisis de Venezuela. El dinero que dejó de llegar. El arriendo que no pagó. Y aquella serie de sucesos desafortunados que ha derivado en su desdicha familiar y, casi, en una tragedia.
Todo parece haber conspirado en su contra, todo incluso la lluvia furiosa con su estocada final.(Vea aquí: Video: Roosevelt Morales decidió repartir amor en Isla de León)
Rebeca Ordaz narra lo sucedido. //Foto: Aroldo Mestre - El Universal.
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Antes de aquel día que su casa se desbarató, ya Rebeca, de 33 años, y su esposo, Carlos Enrique Lucena Mejía, habían escapado. Por decirlo de algún modo.
Se marcharon de Guarenas, en el estado Miranda, Venezuela. Huyeron de la abundancia de escasez.
Hace dos años y cuatro meses, Cartagena recibió a los venezolanos, esa pareja con tres hijos de 15, 14 y 4 años: Gerogina, Darwin y Jocelis. Se asentaron en Nuevo Horizonte, otro de los sectores del populoso barrio El Pozón, con condiciones algo mejor.
Todo marchaba más o menos bien.
Carlos Enrique, que siempre ha sido latonero, siguió trabajando en ello. Y Rebeca le servía de ayudante. Hasta que la pandemia estalló en Cartagena. Y pasó.
“Las cuentas iban subiendo, los servicios y el arriendo, no teníamos ingresos y la dueña de la pieza donde vivíamos, en el sector Nuevo Horizonte (también en El Pozón), nos pidió que le entregáramos porque no le servía la forma como le pagábamos. Y la verdad la entiendo, ella vive de eso. Ella necesitaba su dinero. Tuvimos que salir de ahí”, narra.
¿A dónde se fueron?, en medio de una crisis, de la pandemia y sin dinero: “En enero, se nos había dado la oportunidad de comprar un terrenito en Isla de León, pero como entró la cuestión de la pandemia más nunca le hicimos nada”, me explica. Ahora, al tener que abandonar la pieza donde vivían arrendados, pensaron en hacer su propia casa.
Rellenaron el terreno con escombros, tiraron una plantilla de cemento, de unos 4 metros por 4 metros. El espacio justo para las camas de todos, la nevera, la cocina. Al levantar las paredes, el dinero agotado no les dejó más opción. “Buscando por aquí y por allá, de todas partes, conseguimos algunos materiales, que si láminas de zinc dañadas, que si los palos, pensamos en usarlos mientras levantamos algo mejor, pero el tiempo no nos dio y mira lo que pasó”, precisa.
En ese rancho todo marchaba más o menos. Hasta que 15 días después, vino la tempestad.
¿Qué sucedió ese día, con la lluvia?
-Eso fue un sábado. Todo fue rápido muy rápido. Cuando comenzó la ventolera, el techo empezó a levantarse, incluso unos vecinos se acercaron a ayudarnos, tratamos de solventar la cosa, en lo que comenzó a llover muy fuerte. Yo estaba con mis dos hijas, porque el otro niño estaba con el papá en el taller. No tenía muchos pasos de haber salido de la casa cuando ya todo colapsó completamente.
- Ustedes tenían todas sus cosas ahí...
-Después que cesó la lluvia, el tendido eléctrico estaba tirado y había que cortar la electricidad antes de ver qué podíamos recuperar... Ahí teníamos la nevera, la cocina, televisor. Gracias a Dios los ventiladores sirvieron y la nevera arrancó a los dos días.
Rebeca me cuenta que precisamente hoy, que estamos hablando, su esposo está cumpliendo 43 años, que extraña mucho a su familia de Venezuela, en especial a su mamá, y a los parientes que están regados por varios países por culpa de la dictadura del presidente Nicolás Maduro. Que quisiera volver a Guarenas, aunque sabe que no es posible, porque no estará mejor allá que aquí. Aquí... que su casa se cayó, que no tiene casa. Narra que vive temporalmente donde un vecino solidario que les prestó un cuarto. “A veces las necesidades hacen fuertes a los corazones”, me dice y parece una mujer fuerte. Lo es. De esas que lucha hasta el final. Y le pregunto por sus expectativas.
“No es nada buena esta experiencia, es primera vez que estoy pasando por todo esto”, dice y calla, intenta atrapar un tarugo en su garganta. “Yo creo que esto que está ocurriendo ahorita ha sobrepasado mis expectativas”, menciona y calla de nuevo. Pide un momento. Toma agua. “Este tipo de cosas... Tú siempre las ves en la televisión pero yo no había experimentado esto”, agrega y otra vez se detiene. Llora, impotente, aún incrédula, como aquel día. Y prosigue: “Quisiera armar una mansión, pero con tal de que mis hijos tengan un techo seguro de ahí para allá todo es ganancia”.
“Después de que la lluvia pasó, salimos a hacer un recorrido por toda Isla de León, para ver qué se había afectado. Encontramos a diez familias con afectaciones y nos encontramos con esta familia. Fue la única casa que se cayó. Cuando los vi, supe de inmediato que no tenían mucho tiempo por aquí, porque no los había visto antes”, explica Roosevelt Morales, el fundador de Sonrisas de León.
No lo dudó, quiso ayudarlos y ha emprendido una campaña, tediosa, recolectando materiales de construcción para que esta familia tenga una vivienda digna. Se han ido sumando personas, han donado ladrillos, cemento, necesitan muchos, muchos escombros y muchas otras cosas y personas que se sumen, para que a esta familia, después de esta tormenta, les llegue la calma. Quien desee ayudar puede comunicarse al 3024283948.
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