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La mujer que regresó de la muerte en Arboleda

¿De qué murió?, era la pregunta que todo el mundo hacía en Arboleda, Sucre. Y la familia de Rita solo decía lo mismo: “De repente”. Crónica de un raro funeral.

GUSTAVO TATIS GUERRA

10 de enero de 2021 08:00 AM

Rita estaba muriendo desde mucho antes de que llegara diciembre. Le empezaron unos dolores articulares que la tenían paralizada en un viejo taburete. Estaba allí, sin parpadear, con su eterno vestido café que se confundía con el cuero del taburete y la pared de bahareque.

A la familia no le dio tiempo de ir donde el carpintero para que fuera haciendo el ataúd. El carpintero se hacía el tonto y tomaba las medidas del agonizante, con el cuento increíble de que le habían mandado a hacer un mueble especial para que la persona descansara no en la luz perpetua, sino en la paz de esa brisa que corría al atardecer estremeciendo los almendros y los tamarindos.

¿Es que me voy a morir?, preguntaba el agonizante, con esos ojos morados de quienes ya tienen un pie en la otra orilla. ¡Cómo se le ocurre!, decía el carpintero con esa dulzura que consolaba a los moribundos. Me han escogido a mí para hacerle una silla mejor que esos taburetes incómodos para su edad. Así que el carpintero como los sastres, siempre llevaba su metro guindado al pescuezo como una culebra.

La familia de Rita no alcanzó a llamar al carpintero. Mi bisabuela Matilde, que tenía un sentido práctico sobre la vida y la muerte que heredó Yola, mi madre, su nieta, buscó al carpintero para que le tomara las medidas y mandó a construir su propio ataúd que puso en el zarzo de su casa en Sincé. Todo el pueblo sabía que Matilde tenía su propio ataúd y que además lo había prestado ya a varios vecinos y parientes, en muertes repentinas, y la condición era que volvieran a hacerlo con la misma medida y calidad de madera, en las manos de ese carpintero de ataúdes. Pero en Arboleda la familia de Rita no conocía a alguien que tuviera un ataúd para prestárselos y mandarlo a hacer después del funeral. Así fue que a Rita la acostaron sobre una tabla lisa, sobre una mesa desnuda donde se preparaban los pasteles de fin de año, mientras el carpintero le tomaba las medidas y le hacía el ataúd.

El carpintero tomó las medidas de Rita que no era tan alta y tenía un abdomen que ya parecía una calabaza. Ella ocupaba toda esa mesa, con sus ojos cerrados, con los brazos largos, los rizos nevados de su cabellera sueltos hasta sus hombros y vestida como para la primera comunión, con un traje blanco bordado en rosas diminutas de color rosado.

En Arboleda, Sucre, no había funerarias en aquellos años de principios de siglo veinte, en que nació Adelma Elisa Rivas Benavides, que acaba de celebrar sus 92 años en 2020, y es quien me ha contado esta historia extraordinaria, a la que siempre vuelvo y no me canso de escuchársela. Los familiares de Rita fueron llegando de los pueblos vecinos con sus motetes llenos de comidas, flores y recuerdos de parientes. La casa de Rita respiraba el fogaje de tantas gentes reunidas alrededor del cadáver acostado en la tabla lisa, mientras el carpintero claveteaba el ataúd y contabilizada los noventa y tantos clavos que requería. El médico confirmó que Rita estaba muerta porque, no solo había dejado de respirar y se había detenido el latido de su corazón, además tenía ese aire de momia consentida en aquella tabla pulida y desnuda. Nada se movía alrededor de ella, ni siquiera el aire de las moscas. Las flores ya estaban en su jarrón. La imagen del Corazón de Jesús parecía más incendiada que de costumbre, por el solazo que le pegaba desde la ventana. No había taburete para tanta gente. Se sentaban en el pretil y en el patio. Y a lo largo del patio se habían guindado siete hamacas para los inminentes durmientes.

¿De qué murió?, era la pregunta que todo el mundo hacía. Y la familia de Rita solo decía lo mismo: “De repente”. Nadie puede precisar qué enfermedades puede contener ese misterioso repentismo de que alguien esté hablando con uno, en tiempo real, y de repente se desplome fulminado por un infarto. Es que en las muertes repentinas hay enfermedades secretas a las que no se les busca su verdadero nombre. Pero al morir de repente podría ser de un infarto, de un aneurisma cerebral, pero no de un “patatús”, como todo el mundo en Arboleda decía. A la señora Rita le dio un patatús y la están velando. ¿¡Cómo! ¡No puede ser! ¡Si hace un día la vi comprando panelitas de leche en la tienda? Bueno, créelo, la están velando.

Qué triste, decía la gente. Morirse la señora Rita en diciembre. Ahora la familia de Rita dejó el cerdo en vilo y el bijao arrumado, porque no van a hacer pasteles.

El carpintero interrumpió la conversación en susurros de la gente para decir que ya había terminado el ataúd y les pedía a los familiares que ayudaran a cargar a Rita para meterla en él. Mucho antes los familiares le pidieron al carpintero que aceptara un abono a su trabajo, porque en este diciembre no hay ni para comer y menos para mandar a hacer ataúdes. El carpintero lo comprendió. Después me pagan. Ahora hay que enterrar a Rita. Entre lágrimas y gritos los familiares se dispusieron a acomodarla en el ataúd que olía a madera fresca recién pintada. Entre más de cinco cargaron a Rita. Sus brazos desmadejados se acoplaron al espacio fresco que ahora le otorgaba la muerte. Y allí, adentro, Rita había recobrado un nuevo aire imperial como de reina romana que acababa de dormirse. La velación empezó luego con una misa presidida por el párroco quien dispersó el agua bendita en el aire caliente y abrió su enorme Biblia para empezar la ceremonia.

Ya le habían rezado y cantado y repetido que brillara para ella la luz perpetua, cuando algo extraño empezó a ocurrir en la sala. Los familiares, aturdidos por las carencias materiales, acababan de recibir, de parientes y amigos, sacos de arroz, gallinas y pavos, para los nueve días de velorio. Aquí hay mucha gente y siete sancochos gigantescos no alcanzarán para tanta gente que está llegando, decían los familiares de Rita. Ese cerdo que íbamos a matar que quede para el otro año. Dios proveerá, decía el sacerdote a los deudos. Los párpados lívidos de Rita cobraron de repente una nueva luz. ¡Se le están moviendo los párpados!, dijo un muchacho. La gente se arremolinó ante el ataúd a ver. ¡Retírense que nos vamos a asfixiar todos!, pidió el sacerdote. Los ojos de Rita, como quien sacude la nata de un aljibe dormido, empezaron a parpadear, como quien sale de una pesadilla.

¿Qué me pasó?, preguntó Rita sacudiendo todo su cuerpo. ¿Qué me pasó? y ¿qué hago yo en este ataúd?, preguntó sentándose en un impulso también repentino.

- ¡Rita, estás muerta!, dijo el carpintero.

- ¡Usted respete carajo! ¿No ve que estoy viva?

Rita has estado muerta desde hace más de treinta horas, dijo alguien de la familia, con una serenidad desconcertante, casi sin inmutarse ante lo sobrenatural.

Muchos de los que estaban allí, se desmayaron de la impresión y otros salieron espantados de la casa. Rita no permitió que la ayudaran a sentarse para empezar a contar lo que le había ocurrido.

Todo el mundo quedó en absoluto silencio. El médico llegó y no podía creerlo. Le pidió que no se agitara al contar lo que iba a contar:

Rita dijo que dolían los pies de tanto caminar por un camino que no era parecido al de la Mojana. Luego de muchos días, vio una casa grandísima que parecía suspendida en el cielo, blanquísima, con muchos cuartos. Tocó en esa puerta y salió un anciano descomunal con unas barbas blanquísimas que solo hablaba detrás de la puerta. ¿Pueden darme posada aquí?, preguntó Rita.

‘No’, dijo la voz. ¡Usted regrésese por donde vino!

Es que vengo caminando desde lejos, por una tierra escarpada llena de recovecos y me perdí buscando el camino por donde empecé. ¡No, usted no puede quedarse aquí!, dijo la voz.

Esta casa la estamos preparando y arreglando para la familia Turizo. ¿La familia Turizo?, preguntó Rita.

Los conozco, son amigos míos en mi pueblo de Arboleda y en toda la Mojana. Gente buena, querida por todos. ¿Y ellos vienen para acá?, volvió a preguntar Rita. Si, está reservada para la familia Turizo.

Rita empezó a devolverse por el camino por donde había venido. La tierra que pisaba no se parecía a la tierra que había pisado toda su vida. ¿Era acaso, el cielo?, se preguntaba.

Y la luz era tan distinta y había un aire donde no cantaban los pájaros.

Sobrecogidos por el testimonio de Rita, algunos presentes, cercanos a la familia Turizo, contaron aquella revelación de Rita, que acababa de regresar de la muerte, pero nadie supo y mucho menos los médicos, si lo suyo había sido un estado cataléptico, pero sus descripciones del viaje por aquel oscuro túnel donde recobró la luz, eran verídicas y patéticas. Varios hombres la ayudaron a salir del ataúd para que siguiera contando lo que había vivido en el más allá.

Epílogo

Adelma Elisa Rivas Benavides se quedó en silencio mientras me contaba esta historia. También tomó agua para resistir el impacto de lo que vivió cuando vivía en Arboleda y de su cercanía con Rita. Y me reveló que, luego de la historia de Rita, la familia Turizo salió en estampida hacia pueblos vecinos y se mudó de Arboleda, huyendo de que se cumpliera aquella revelación. En menos de cinco años, llegaron en canoa al pueblo las noticias de que uno de los miembros de la estirpe querida de los Turizo había muerto al caerse de un caballo, que otro Turizo había muerto en un accidente arreando vacas por el río, que otro Turizo había muerto durmiendo, que otro Turizo había muerto de cáncer, que otro Turizo estaba con pánico de morir luego de conocer la historia de Rita.

La familia de Rita devolvió el ataúd al carpintero, pero el carpintero le dijo que lo dejara en el zarzo por si acaso alguien se moría, Rita respondió que no quería saber nada de ataúdes. Eso me trae mala suerte. ¡Dímelo a mí que regresé de la muerte!

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