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La vida de Josefa Morelos, una líder incansable de Los Comuneros

Desde el día en que salió del pueblo, a los 8 años, sola, sin sus papás o sus hermanos, hasta las luchas barriales en Cartagena. La vida de Josefa Morelos es contada en un libro.

Cuando llegó a Cartagena, a los 8 años, aquella niña se asustó tanto que comenzó a gritar, porque nunca en su corta vida había visto las deslumbrantes luces de una ciudad, tampoco nunca había estado tan sola y desprotegida en este mundo.

Acababa de perderse en medio de una alteración de orden público que la separó de sus papás y de sus hermanos. Su familia, de origen indígena, de la finca el Chicho, en Tolú Viejo, fue dividida intempestivamente. Esa vez, ella, así, pequeña y asustada -relata-, se montó en una chiva en la entrada de San Onofre (Sucre) y estaba tan cansada que se quedó dormida sobre unos costales. Cuando volvió abrir los ojos, estaba en Cartagena, asombrada por tantas luces y tantas casas, cuando en el campo solo estaba acostumbrada a ser alumbrada por luz plateada de la luna y las estrellas.

“El 24 de junio de 1957 hubo una estampida campesina, a todos los indígenas de la zona los bajaron al plano que es hoy en día San Onofre. Ahí me perdí de mis padres. Hubo como una revuelta, me bajé del burro donde venía y me monté en la chiva. Cuando desperté, estaba en Chambacú, en todo el Teatro Variedades. Tenía ocho años cuando viajé a Cartagena y me convertí en gamina”, recuerda hoy Josefa Morelos Díaz, como se llama la protagonista de esta historia, y cuya foto, rodeada de plantas, acompaña esta página.

Una historia marcada por la violencia

Josefa anduvo durmiendo y viviendo por las calles de Chambacú, comió “de cuanta cosa” encontraba hasta que una señora de buen corazón la rescató, la adoptó, se desveló por criarla -entre otros 13 hijos- y por encontrar el origen de aquella pequeña indígena. Esa señora se preocupó por hallar a la familia de la niña, yendo de pueblo en pueblo, hasta que Josefa pudo identificar la misma bomba gasolinera de San Onofre, de la que había partido años atrás en una chiva rumbo a Cartagena y supo identificar la zona donde vivía su familia. Supo que los suyos vivían en el Chicho. Halló a su abuela, a sus tías, pero a su madre, el hecho de haber extraviado a sus cinco hijos en aquella revuelta, le afectó la memoria.

Así que Josefa se prometió volver a Cartagena para trabajar y llevarse a su mamá a vivir con ella. Y eso lo hizo. Regresó. Cuando quiso empezar a trabajar, un pretendiente le ofreció traer a su madre a Cartagena y le cumplió esa promesa. Cuando tenía solo 16 años la ya adolescente, que vivía con su joven pretendiente y con su mamá en Chambacú, quedó embarazada y dio a luz a una bebé.

“Recuerdo que mi mamá se fue a buscar unos pollos al pueblo porque era costumbre hacer eso cuando una mujer daba a luz, darle unos pollos. Estando ella allá me dijeron que había caído enferma y yo así, recién parida, me fui a buscarla. Cuando llegué, me encontré con la noticia que la habían matado”, recuerda.

Es uno de los tantos momentos duros de una vida marcada tristemente por la violencia, esa misma violencia, recuerda, le ha arrebatado a su mamá, pero también a un hermano, asesinado por grupos paramilitares. Otro hermano se encuentra desaparecido hace muchos años y uno de los hijos de Josefa fue víctima de un homicidio en Cartagena. “La violencia me dejó casi sin familia”, afirma hoy.

Luchar por la vida

Más allá de la muerte o de la violencia de la que ha sido víctima, Josefa afirma haber conseguido la fuerza necesaria y las ganas para luchar por la vida, por la suya y por las de tantas otras mujeres que ha conocido en tantos años. Para transformarse en pacifista.

Y es que, asegura, ha conseguido liderar acciones y proezas que hoy por hoy la destacan como una de las líderes de su comunidad, el barrio Los Comuneros, como un mujer aguerrida, como la abuela de todos, como la “mamá grande”, así le dicen de cariño, así mismo se llama un restaurante de su propiedad y una recién inaugurada tienda de plantas y esencias naturales, en el Mercado de Santa Rita, en la que nos recibe en una tarde de martes, vestida con un atuendo colorido, porque, dice, con todos esos colores se siente más ella, más viva, porque puede recordar a su abuela, a sus tías, a sus ancestros indígenas sanadores de la tierra.

Entre esas acciones de vida, Josefa narra haber ayudado a fundar la calle 13 de Mayo de Daniel Lemaitre y el sector Paraíso II, que comenzó como una zona de invasión en las faldas de La Popa, con la que ayudó a otras personas a tener un techo donde vivir y que le ayudó a ella también para ser parte de Funsarep, la Asociación Santa Rita para la Educación y Promoción. “De la que trabajé por más de 30 años, con programas sociales y de la que me pensioné”, relata. También ha liderado Mujeres Espejo, una asociación de artes que trabaja por empoderar a las mujeres, porque si hay una bandera clara que ha llevado en alto en su vida es defender a las mujeres... Porque ella misma se ha sentido violentada por los hombres que han llegado a su vida, porque ella misma ha sido víctima de violencia sexual y porque no encuentra razón para que las mujeres sigan sufriendo vejámenes. También ha sido Josefa una de las luchadoras incansables del Mercado de Santa Rita, donde estamos hoy.

Un libro de su vida

Hoy, con 74 años, fuerte como un roble, Josefa ha escrito ‘La campesina de los cuatro mundos’, un libro de cuatro capítulos que logró hacer gracias a la ayuda de la Universidad Tecnológica de Bolívar, que pasó las fases de corrección y está próximo a publicarse. “Estaba listo para salir desde el año pasado, pero se metió la pandemia y quedó pendiente para publicarse. Ya lo estamos retomando”, afirma.

El libro es una compilación de su vida, hay vivencias, anécdotas, unas muy duras -como la pérdida de dos de sus nietos en 2018 por culpa de la leptospirois- y otras felices, historias ilustradas por la misma “mamá grande”, que, mientras escribía, sentía la necesidad también de plasmar su vida en dibujos. A ella misma en el campo, compartiendo con sus padres y hermanos, a ella navegando por el caño Juan Angola. “Cuando estaba escribiendo, en varios cuadernos, comencé a hacer figuras, me imaginaba cómo era yo en mi tierra con mi familia y con mi papá”, cuenta.

“Mi vida era violenta, muy violenta, pero hice un pare y quise formarme, comencé a aprender a leer y a escribir a los 40 años y así lo hice”, narra y agrega: “Cambiar yo de ser una mujer violenta, porque me violentaron, a ser una mujer pacifista, eso tiene que ver con todas esas búsquedas y encuentros y desencuentros que he tenido. Creo que el dios -no soy ni católica ni evangélica- amoroso de la vida me ha permitido hacer eso.

“Mi vida ha girado un poco en devolver a Cartagena un agradecimiento por recibirme, a darle las gracias a la ciudad por todo lo que me ha dado”, asegura y cree que, en parte, contar su historia a través de las letras servirá un poco para darle las gracias a la ciudad por haber hecho de su vida lo que es hoy.

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