Revista dominical


El encanto del desierto de La Guajira

EL UNIVERSAL

26 de julio de 2015 12:00 AM

Por MARUJA PARRA

Hay que ir a La Guajira. Uno no se imagina la belleza que guarda el desierto y la península de la Guajira. El Cabo de la Vela es un lugar maravilloso que amerita conocerlo. Llegar allí  permite reconciliarse con el silencio del mundo.  Es una puerta que propicia la serenidad interior, en un ambiente  entre montañas y agua. Allí los atardeceres son deslumbrantes.
Riohacha es la primera estación. Es un punto ineludible en donde encontrarás a las indígenas Wayú elaboran sus mochilas de colores que, entre hilos y figuras geométricas, guardan historias ancestrales. Es un trabajo hecho a mano con tanta creatividad que turistas y propios quieren tener una.
Ir a Riohacha y no llevarse una mochila, una hamaca o una manta Guajira es imperdonable.
El viaje sigue hacia las rancherías o asentamientos indígenas de la Guajira. Es un lugar fascinante, en que los Wayú viven según sus costumbres antiguas. Se pintan el rostro, cocinan el chivo o carnero con arroz de frijol, platanito y queso de cabra, plato muy tradicional que acompañan con chicha de maíz.
Los Wayú son anfitriones excepcionales, les place hablarle a los turistas de su cultura. Entre mitos, leyendas y una danza típica, la Yonna, se vive un momento místico que queda en la  memoria.  A sus visitantes los hacen participar de su baile, los visten y les pintan la cara para que se sientan parte de sus rituales.
Observar el cielo azul, la pureza de la arena de la playa, el mar aguamarina, las cabras corriendo y el tren que pasa en medio del desierto,  es como una acuarela que cobra vida ante tus ojos.
De camino al Cabo de la Vela, el viaje es singular. El inmenso mar, los cactus, la arena amarillenta y rojiza del desierto que se pega en la piel de los niños sudorosos que corren al lado de los vehículos pidiendo agua y las indias con sus vestidos típicos, son un realismo mágico que parece no tener fin.
Al caer la tarde, el plan ideal es visitar el faro. Desde ahí se aprecia un ocaso deslumbrante, lleno de colores vibrantes, que se matizan con la brisa fría que roza el cuerpo mientras el sonido del viento nos eleva los pensamientos, una fotografía romántica que nos regala la geografía colombiana.
Otro lugar al que no se puede dejar de ir es el Pilón de Azúcar, donde se puede observa la unión del desierto con el mar.
En la noche, bajo las estrellas, las rancherías invitan a disfrutar del susurro de las olas del mar. Es un momento para evocar los recuerdos y narrar historias en una dualidad de alegría y nostalgia.  Al amanecer el regalo de la naturaleza es un bello horizonte que nos da esperanzas. Los rostros alegres de los Wayú y la luz del sol confirman que es una nueva oportunidad que la vida nos brinda para ser felices. 

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