Columna


Puro parampampán

“No estoy hablando paja, en mi casa llovían palabras que no encontraba en los libros arrumados entre una motetera o en el seibó, o por lo menos no con el significado ‘correcto’”.

JAVIER RAMOS ZAMBRANO

09 de junio de 2019 12:00 AM

Alguna vez el maestro Juan Gossain escribió una gran paradoja: “No hay arma más poderosa que el lenguaje. Pero tampoco la más débil”. En su libro “Las palabras más bellas y otros relatos sobre el lenguaje” confirma que “nada es más palpitante que el lenguaje: bombea como un corazón. Acérquense una palabra a la oreja y verán que se le oye el latido de la sangre”. Mientras leía en sus palabras que la lengua no son el diccionario ni los doctores de la Real Academia, sino nosotros, me acordé de mi madre, quien tiene un poco de dichos raros que no encontré ni en el más grande Pequeño Larousse ilustrado que hace rato desapareció de la casa.

La makokóa me caía cuando ella me mandaba a organizar los chócoros en la cocina. Confieso que hasta ahora y gracias al libro de don Juan me entero que makokóa se escribe así, y que está en el diccionario palenquero con el significado de pereza, algo así como la pingarria.

No sabía si reírme o achicopalarme cuando llegaba a la casa cuttío, con una cocá o una ñóñora, un chichón o un chibolo, después de espaturrarme en la calle, y ella me regañaba con un cocotazo: “Eso te pasa por estar con la andundería”, por birrioso también. Y cuando no había plata era porque papá estaba arrutanado, ojo, no es porque fuera cují o truñuño. Yo debía colaborar a la situación pidiendo siempre la ñapa en la tienda, nada de chuchería, raspando lo último del cucayo, y prevenido de no salir con un domingo siete, aunque tuviera una que otra amiga prisprís. No quería bololó ni peloteras con ninguno, como le pasó a un amigo que se pasó de liso y recibió una muñequera del suegro. Se hacía la leva en el colegio hasta que se encoñó y “perjudicó a la muchacha”, un día alguien le dijo que le faltó leche, refiriéndose a la poca suerte.

No es paja o carreta, dentro de mi casa llovían palabras que no encontraba en los libros arrumados entre una motetera o en el seibó, o por lo menos no con el significado “correcto”. Teníamos nuestras propias reglas del lenguaje, por ejemplo, no podíamos decir malas palabras o vulgaridades, pero sí un sinónimo inventado. Así, nojoda lo debía reemplazar pon un nombrome o un nojoñe. Ni siquiera un ‘eche’, decía ecu, máximo un ‘ñerda’. No es marica sino polilla, no era culo de calambuco sino tronco e’ calambuco. No se cagaba o se hacía popó como ahora, sino que se obraba. Mi madre me dará un soncontrón al leer esto, pese a reconocer que estoy en mi yeré. Lo peor es que por andar con el berroche, o por maco, en medio de este sambapalo de letras no he escrito de lo que venía a escribir y como titulé, de “parampampán”. Tengo una carrandanga de información sobre eso y como soy agallúo, necesito más espacio para que no quede un artículo ñengue ñengue. En la columna del otro domingo les cuento sobre esa palabra y su relación con cosas que pasan en la ciudad. ¡Ah!, no la busquen en el diccionario porque no está. Les adelanto que tuve que llamar a don Juan para que me ayudara a averiguar. Los espero.

Periodista. Magíster en Comunicación. Twitter: @javieramoz

Comentarios ()

 
  NOTICIAS RECOMENDADAS