Columna


Réquiem por las bóvedas

“Nuestras pequeñas y falsas Bóvedas eran un refugio donde aprendíamos la vida después de las seis de la tarde. De ahí salían noviazgos efímeros, poetas con sus borradores (...)”.

ORLANDO JOSÉ OLIVEROS ACOSTA

17 de julio de 2019 12:00 AM

Les llamábamos Las Bóvedas aunque eso no era verdad. Las Bóvedas auténticas quedaban enfrente, ocultas tras el follaje de los almendros y los laureles de la India. Las nuestras, las de mentirita, eran en realidad un edificio amarillo de tres pisos llamado Copropiedad Habitacional Las Bóvedas. Estaba ubicado en el extinto barrio de San Diego, en la curva que une a la Calle del Jardín con la Calle de la Reculada del Ovejo. Al primer piso lo rodeaba un pasillo con treintaiún arcos de medio punto bajo los cuales nos sentábamos a hablar como hermanos y se besaron más de quince generaciones de profesores y estudiantes universitarios. Una tienda, también en esa primera planta, surtía con mecatos y cerveza helada nuestras conversaciones. Allá llegábamos con aguardiente o sin él, felices porque era un plan barato donde se podía reír mientras la noche consumía a Cartagena con sus brisas tristes y sus postes sombríos cuyas luces anaranjadas se parecen tanto a la muerte.

Nuestras pequeñas y falsas Bóvedas eran un refugio donde aprendíamos la vida después de las seis de la tarde. De ahí salían noviazgos efímeros, poetas con sus borradores en llamas, parejas ardientes que se escurrían hacia el Baluarte de Santa Catalina para hacer el amor al amparo de las murallas.

Era una ciudad perfecta dentro de esta otra ciudad abominable. Y, sin embargo, algunos vecinos consideraron que sería una buena idea acabar con ella. “Esto se fue al carajo”, me dijo un compañero de tragos cuando descubrió que estaban construyendo unos muros de concreto bajo los arcos de Las Bóvedas. Su frase zumbó en mi cabeza como un sueño recurrente, y enseguida supe por qué: la noticia era una pesadilla real, pero mil veces repetida con otros espacios del Centro Histórico que creíamos nuestros.

Al igual que las rejas que los directivos de la Escuela de Bellas Artes levantaron en la entrada del Convento de San Diego, o los bolardos de cemento que la Alcaldía permitió en la Plaza Fernández de Madrid, estos nuevos muros en Las Bóvedas tienen la función de evitar que la gente se congregue. Los residentes de la Copropiedad Habitacional, deseosos de un barrio sórdido, se cansaron de escuchar besos y discusiones sobre el Tuerto López desde sus balcones. Si les molestaban los fumadores o cantantes melancólicos, no lo dijeron nunca. Si no soportaban a las lesbianas que se amaban entre las sombras, tampoco lo mencionaron. Simplemente aparecieron un miércoles cualquiera, aprovecharon la soledad del mediodía y erigieron sus muros del silencio. Después de todo el edificio es suyo y nosotros una chusma intrusa.

Sin asombro somos testigos de una ciudad amurallada que sigue creando muros contra sí misma. Muros como el de Berlín o Estados Unidos. Creando y criando animales de corral para un corralito de piedra.

*Escritor

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