El viaje al ocaso, rumbo a Turbaco, desnuda la martirizada Avenida Pedro de Heredia, que a las siete de la noche parece una Cartagena que sale de los escombros.
Al cruzar por el Mercado de Bazurto por la misma avenida es un basural disperso que vuela por el aire. Bolsas de plástico, papeles crudos de envolver pescados y panelas, bolsas desechables y restos putrefactos del día anterior. Le puede interesar también: Podcast: la fascinante historia del ‘villano’ que honran en Turbaco
Si volteamos por la Avenida del Lago, el caño es un cementerio de agallas, huesos de pescados, tripas de pollo, y animales muertos que se disputan por igual gallinazos y pelícanos. Los dos están enfermos y comparten el mismo infierno. El pelícano ya no tiene fuerzas para volar y el gallinazo se ha emparentado con el pelícano comiendo en el mismo plato de la miseria a la intemperie.
En el bus que atraviesa toda la avenida y sigue por el barrio El Socorro y prosigue por San Fernando y Ternera hasta El Rodeo, donde está la parada de los buses que van a Turbaco, se suben ciudadanos de todas las generaciones y orígenes. Veo entrar a un viejo moreno flaco y tostado por el sol, de cabello a ras de cráneo, con un tufo aguardientoso, que no encuentra puesto y se sienta de espaldas al mulato grandote que conduce el bus.
Y no se ha sentado aún cuando empieza su retahíla como si conversara con amigos invisibles. Habla de boxeadores amigos como el Benny Caraballo y Mochila Herrera. Elogia los golpes duros de Caraballo. Ese sí sabía pegar. Y cuando golpea el aire no sabe ver que en algún momento a él debió golpearlo Caraballo. Repite que ese sí era buen golpeador. Y luego pasa a recordar a su madre y a su propia infancia desamparada, y a la pobreza de la familia. Y a la música. Lea además: La casa que guarda el pasado de Turbaco
Cuando habla de la música sus huesos, que han sucumbido al paso del tiempo y al fracaso de los sueños, dan tregua a una inusitada y sobresaltada alegría al recordar las canciones amorosas, montunas y bellas de Enrique Díaz, Julio Erazo y Alfredo Gutiérrez. Tararea algunas pero el galillo no le da el tono.
El conductor le pregunta adónde va, porque ya no soporta la perorata del borracho, y él le dice que se quedará cerca a la Cárcel de Ternera. Alguien, para agilizar la repentina bajada del bus, dice que ya están llegando pero falta mucho para pasar por Ternera. De todos modos, el hombre sigue hablando de música y boxeo, y al ascender por los momentos de música vuelve a recaer en la oscuridad de la infancia pobre.
Veo por la ventanilla la escena desquiciante de un par de jóvenes patinando sobre la vía de Transcaribe. En el bus se suben el comerciante, el vendedor ambulante, la estudiante universitaria y la joven estudiante de bachillerato, el comerciante, el oficinista joven y viejo, todos con el agobio de un día que ha pasado por el intenso calor y la amenaza de una nueva lluvia.
El vendedor ofrece en el bus sus eternos chocolates, tres por el valor de dos; y a él le sigue el vendedor de dulces cuadrados de ajonjolí y otros desesperados que pastorean sus ilusiones al pie de las estaciones. Sube y baja en ese bus todo el drama íntimo y social de Cartagena, la orfandad, la pobreza y la miseria, y también la incertidumbre disfrazada de tragafuegos en los semáforos.
Hubo un largo suspiro al llegar a Ternera y casi todo el bus le recordó en coro al borracho que era el momento de bajarse porque ya estábamos en Ternera. Después del panorama desolador de la avenida Pedro de Heredia, caótica y demencial, con más de treinta mil mototaxistas abriéndose camino entre los vehículos y los andenes, llegamos a la parada de los buses de Turbaco que están alineados esperando a los pasajeros. Allí todos parecen conocerse y el conductor espera hasta las ocho y media de la noche para seguir hasta Turbaco.
La carretera de la doble calzada es buena, falta más iluminación y señalización, porque es una franja a oscuras. Sabemos que estamos entrando a Turbaco por la señal del viento y la majestuosidad silenciosa de los árboles sobre la colina.
Sentimos desde la ventanilla del bus el fresco consuelo de los árboles, augurio que estamos pasando por el Jardín Botánico, y el aire arrastra el frescor de los caracolíes que descubrió el alemán Alexander von Humboldt en aquel abril de 1801, al pasar por Turbaco, y descubrió las virtudes del bosque virgen y el encanto de los ojos de agua.
Junto a ese consuelo, el mismo viento arrastró el olor de la tierra quemada, como quien quema los cabellos de un animal dormido, la íntima piel de los surcos de la tierra esperando semillas nuevas. Y junto a ese olor, el terrible olor de la basura quemada, viejas y dañinas costumbres que vulneran a la tierra y a sus habitantes.
Pasamos por una cantina siempre llena de gente, donde muelen toda la noche las canciones de Diomedes Díaz. La luz es precaria. Bajan del bus mujeres altas, ejecutivas, con maletín en mano, no parece que hubieran tenido un día laboral intenso, porque en apariencia se ven tan frescas y altivas.
Bajan también muchachas muy jóvenes que vienen de la universidad, empleados y comerciantes, señoras agobiadas por la sobrevivencia y señores mayores que tienen en el rostro la derrota de la noche en sus ojos.
Al amanecer, ladran los perros y cantan los gallos en los patios del invierno. La neblina baja como un rocío puntual desde la colina acariciando las hojas de los árboles. La gente sale temprano a tomar el bus de las seis que va a Cartagena.
La vendedora pregona sus bollos calientes de mazorca y sus bollos de yuca y coco. El vendedor de peto humeante pedalea su venta por las calles. En la parada del bus frente al Sena, esperan colectivos y mototaxistas.
El muchacho flaco de pelo pintado de amarillo pide al vendedor de tinto su dosis personal de galleta chepacorina con café preparado por un tuchinero. Ese es su desayuno. El viento trae noticias de lluvia. Lea además: ¿A qué se deben los accidentes en Turbaco? Las estadísticas indican el porqué
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