Uno sabe que ha llegado noviembre porque suena el saxofón de Rufo Garrido recordando la fiesta de los ángeles, y sabe que va a empezar la fiesta porque Pedro Laza revive con su porro una noche de Tesca y un instante irrepetible mientras bailaba, vio un lunar negro, peludo y sorpresivo en el pie de la mulata de aquel burdel, y ese descubrimiento bajo la luna de su emoción y su embriaguez, desató la música que todos bailan en noviembre. La fiesta adelgaza los tiempos de la memoria y junta a las nuevas generaciones, devolviéndonos migajas de milagros del pasado. Lea también: ¿Se cancelan las Fiestas de Independencia? Esto dijo el alcalde Dau
El amanecer de los santos se llena de brujas en el camino, mujeres sin escobas pero con cachos y reinas con alas y vestidos transparentes, diosas vaporosas que buscan ser coronadas antes de la medianoche, y la plaza se llena de arlequines, monstruos y héroes olvidados de las tiras cómicas y la tragedia nacional.
Los mismos diablitos de la noche final de octubre son los mismos angelitos que van a hacer su sancocho. Es la fiesta donde todo se mezcla, pero en el caso de los ‘Ángeles Somos’, los ángeles siguen ganando la batalla a las brujas, porque son dos fiestas distantes. Una ajena y adoptada y otra legítima que nació en el solar cartagenero. En esta altura del siglo, brujas y ángeles han terminado por comer y compartir el mismo sancocho de noviembre. Algunas expresiones comunitarias han sido arrasadas por el aspaviento de la modernidad, y otras, se mantienen vivas porque primero se quedan a vivir en el corazón de la gente, antes de convertirse en recuerdo lejano o en olvidada pieza de museo.
El capuchón, que era el disfraz tradicional de los cartageneros, se guardaba en el escaparate, se despercudía de su viejo olor naftalina y salía a recorrer una de las fiestas más viejas de Colombia: las Fiestas de la Independencia de Cartagena, que aún reclaman no solo estar en la lista del Patrimonio Oral e Inmaterial de la Nación, sino ser consideradas expresiones legítimas de la tradición cultural en la región y el país.
Las remotas comparsas y danzas folclóricas de Cartagena que fueron una manera de vivir en siglos pasados desembocaron en la oleada festiva de los pueblos ribereños que arribaron al puerto de Barranquilla y se quedaron a vivir para siempre en su carnaval declarado Patrimonio Cultural de la Humanidad por la Unesco.
Cartagena no ha logrado que sus fiestas sean declaradas patrimonio cultural de la nación, porque los limbos de la gobernancia local, con más de doce alcaldes desde la celebración del Bicentenario de la Independencia en 2011, han vulnerado procesos sociales y culturales que se habían alcanzado desde 2004. Pero alienta saber que ese movimiento folclórico de los cabildos escolares que perpetúa el nombre del escritor e investigador Jorge García Usta es una semilla que se convirtió en un bosque de niños y niñas, y jóvenes de las instituciones educativas que preservan las danza ancestrales y lucen su esplendor cada noviembre con su creatividad e ingenio.
Las políticas públicas sobre las fiestas han vivido tensiones y fragmentaciones, acuerdos y desacuerdos, pero, al fin, prevalece el designio popular: No podemos vivir sin fiestas. No podemos vivir sin un carnaval que recree con humor y arte las peripecias de nuestra convulsionada historia. La fiesta y el carnaval son la catarsis que, planificadas y organizadas estratégicamente desde enero, podrían ser la gran puesta en escena de la cultura local para celebrar un nuevo aniversario de nuestra Independencia, pero a su vez, una oportunidad para potenciar el gran talento de los niños y los jóvenes de todas las barriadas cartageneras.
Hoy nuevas canciones avivan las nuevas convocatorias, y la iniciativa de integrar memorias sonoras y puentes generacionales ha dado grandes resultados en el impulso de gestores y creadores como Boris García, que ha reivindicado la voz de Cenelia Alcázar como la Voz del Bolero de Cartagena o la Dama del Bolero, y la voz del inolvidable sonero Hugo Alandete, la voz del gran Joe Arroyo y Víctor El Nene del Real.

Recorrido del Cabildo del Getsemani en las Fiestas de Independencia del 2019. // Foto: Óscar Díaz.
El hierro de la esperanza
Los cartageneros nacen bailando porque la danza es otra manera de estar vivo. Y quien no danza cuenta historias. Así es el destino de la ciudad después de más de dos siglos de Independencia. Hace más de sesenta años, la Academia de Historia de Cartagena proponía separar las Fiestas de la Independencia del Concurso Nacional de Belleza.
Y la historia real es que todo ha terminado por conjugarse, sin que se pierda la esencia de que lo que realmente se celebra es la Independencia de Cartagena, el acontecimiento mayor de su historia.
Y en esta celebración se integran otras manifestaciones de la creatividad popular que se expresa en comparsas, en disfraces, en imaginarios colectivos donde vuelve a vivir Pedro Romero y sus Lanceros de Getsemaní, y mientras suenan las campanas que anuncian la fiesta, el bronce deja resonancias del herrero que fundió campanas y cañones en lejanas madrugadas y soñó la independencia, como quien adivina la esperanza en el fragor del hierro ardiente.
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