Facetas


Gustavo Álvarez Gardeazábal: magia y vigencia de un patriarca

Gustavo Álvarez Gardeazábal, autor de diecisiete novelas y más de otra docena de libros de cuentos, ensayos y artículos de opinión... Un mito verdadero y viviente de la literatura.

GUSTAVO TATIS GUERRA

06 de diciembre de 2020 01:22 AM

Es un patriarca de la novela colombiana y un mito verdadero y viviente de la literatura. Un hombre que amanece para escribir, opinar y denunciar. Y cuidar de sus gansos y sus orquídeas. Su arte narrativo sobrepasó el medio siglo de creaciones, desde 1965, con su primera obra publicada, y desde 1971, consagrado mundialmente por su legendaria novela Cóndores no entierran todos los días, que festeja cincuenta años como si acabara de escribirse, un clásico nacional llevado con éxito al cine y una de las novelas más leídas por las nuevas generaciones, traducida y estudiada en las universidades del mundo.

Es Gustavo Álvarez Gardeazábal (Tuluá, Valle del Cauca, 1945), autor de diecisiete novelas, y más de otra docena de libros de cuentos, ensayos y artículos de opinión. Premiado y celebrado, mordaz y contestatario, apasionado e implacable en la búsqueda de las verdades ocultas de las regiones y el país, es, sin duda, una conciencia viva, visionaria, y una criatura obstinada en su vocación de crear ficciones surgidas de su inmersión profunda en la realidad, y en crear nuevas realidades surgidas de las ficciones despiadadas y a la vez maravillosas que depara la existencia. Álvarez Gardeazábal ha sido, a lo largo de sus intensos y fecundos 75 años, un hombre de imaginación pragmática, escritor de ficción, profesor universitario, político, alcalde de su natal Tuluá y dos veces gobernador del Valle. A través de su obra literaria, convirtió a Tuluá en un referente nacional e internacional, y descifró los secretos y trasfondos deshumanizados del poder y la violencia colombiana de mediados de siglo XX.

Él ha tenido el mundo en sus manos y ha cumplido los designios de un capitán en tierra, que no le interesa vivir en otro lugar del universo que no sea Tuluá. Y allí ha traído como un imán a la capital del Valle del Cauca, a los personajes del mundo literario que convocó desde la Universidad del Valle: desde el mítico Juan Rulfo, el Premio Nobel Mario Vargas Llosa, el Premio Nobel Camilo José Cela, y otras celebridades como Clarice Lispector, Jorge Edwards, Fernando Alegría, entre otros. Su novela Cóndores no entierran todos los días fue premiada en España y exaltada por uno de los jurados: el Premio Nobel Miguel Ángel Asturias.

Todas las mañanas me despierta Álvarez Gardeazábal con sus magistrales audios interpretativos de la realidad nacional, que son, a la vez, un diario conmovedor de la peste que vivimos. Con él iniciamos esta conversación.

¿Qué siente y piensa al saber que cincuenta años después su novela Cóndores no entierran todos los días es leída por las nuevas generaciones y sigue siendo estudiada en universidades de Colombia y el mundo?

-Ahora, que esta pandemia afectó de manera tan dramática la educación, la lectura de libros y las librerías, me siento un privilegiado: ya tiene su nicho en el altar de la historia literaria de este país.

Regresemos a la infancia: ¿Qué imágenes y vivencias de infancia permearon su sensibilidad y vocación de escritor? ¿Qué hay del temperamento de sus padres en usted?

-Curiosamente, mis personajes no han sido niños. Esa deuda trato de pagarla en El papagayo tocaba el violín, la novela que estoy a punto de terminar, donde el narrador es un niño dotado de la capacidad de recordar desde el mismo día de su nacimiento. Por el otro lado, la influencia de mis padres es evidente, soy hijo de un paisa emprendedor (pleonasmo), autodidacta y como tal sembrador de lecturas. Y de una madre artista, pintora, violinista y fundamentalmente católica.

¿Qué libros y autores fueron decisivos en su juventud? Hábleme de algunos de ellos y a cuál de esos libros sigue deslumbrándolo.

-Como fui precoz en la lectura y antes de entrar al kínder (en aquella época no existían pre-escolares ni nada de eso) sabía leer de corrido, mi padre me regaló El libro de oro de los niños, que era una colección de seis libros con resúmenes de todas las áreas de humanidades y, cuando los devoré, me regaló la colección Pulga, que eran 100 libritos en tamaño enano que condensaban de manera absurda las grandes obras literarias de la humanidad. Es decir que yo primero me leí el resumen de las obras que después me cautivaron.

¿En qué momento intuyó que el escenario de sus novelas iniciales sería Tuluá, su pueblo natal? ¿Cómo recuerda al pueblo de su infancia y qué lugares de allí siguen ejerciendo en usted una presencia misteriosa para sus narraciones?

-Cuando llegué a Pasto, hace 51 años, la extraña lejanía que daba esa ciudad sin habernos ido de Colombia me aumentó la nostalgia por el terruño nativo y la volví metáfora.

¿Cómo fue el proceso de convertir personas de carne y hueso en personajes de ficción?

-Inicialmente muy fácil, después un problema porque confundí la realidad con la ficción y más de un vivo que yo había matado en mis novelas acudió a hacerme el reclamo. Después llegó la Constitución del 91 y nos prohibió a los escritores abusar de la realidad con nombre propio.

¿Qué obsesiones cree que han sido claves y persistentes en su obra literaria?

-Fundamentalmente, el poder. Lo he estudiado desde muchos ángulos y, como tal, lo he descrito en una y otra mano, masculina y femenina. Si usted revisa mis novelas, todas son una radiografía del poder a lo largo de la historia de la segunda mitad del siglo XX en Colombia.

Su novela sobre Armero, vuelta a editar, cobra vigencia y nos revela su intuición profética ante la mayor tragedia en la que murieron más de 25.000 habitantes del pueblo. ¿Qué nuevas sorpresas le ha generado esta novela entre sus nuevos lectores?

-La más grande sorpresa: no creía que hubiese sido una novela tan bien escrita. Como el mejor juez de la literatura es el paso del tiempo, el que Los sordos ya no hablan pueda leerse como si la hubiese escrito hace un mes y no hace 30 años, cuando la publiqué, me ha demostrado que lo hice bien. Eso es muy grato verlo en vida.

Usted sostiene un diario hablado desde mucho antes de empezar la pandemia y en él descubrimos su sorprendente agudeza crítica, su gran sentido de humor y su visión política de la realidad colombiana. ¿Qué es lo peor que le ha ocurrido a Colombia y qué puede ser lo mejor durante y después de esta pandemia?

-Lo peor que le sucedió a Colombia en un solo día fue lo de Armero. Lo peor que le sucedió en 10 años fue la violencia del 48 al 58 del siglo pasado. Lo más grave que le puede suceder en el futuro es que no seamos capaces de superar la pandemia por falta de liderazgo público, político y empresarial. De las dos primeras he hecho novelas eternas. De la última aspiro a no alcanzar a resistir esa crisis.

¿Qué autores, libros y aventuras cotidianas ha descubierto en el confinamiento?

-Me he dado el lujo de volver a leer autores que había clasificado en mí ya muy larga vida de lector enfermizo. Algunos les he ratificado mi admiración a otros he tenido que bajarlos del pedestal.

¿En qué ambiente escribe sus libros? ¿Sigue cultivando orquídeas? ¿Qué objetos o talismanes le gusta coleccionar o guardar?

-La agüerista era mi abuela, yo no cargo nada de eso. He vivido una gran parte de mi vida en mi finca El Porce, a orillas del río Cauca, y soy muy campesino en costumbres, cultivo orquídeas y soy animalero, pero me hace mucha falta Cartagena. Llevaba 15 años yendo a pasar una semana al mes mirando el mar y esperando la brisa y esta pandemia me tiene castigado, estoy muy viejo, ya tengo 75 y poseo un prontuario médico que me hace candidato a tener que vivir confinado hasta que no pase la peste.

Usted es quizá el único escritor que ya tiene su propia tumba en Medellín. ¿Por qué eligió estar al lado de la tumba de Tomás Carrasquilla?

-Al lado de Carrasquilla y enfrente de Jorge Isaacs en el cementerio museo de San Pedro en Medellín, ya está lista, con escultura del maestro Vélez Correa esperando que vaya a ocupar el hueco...

Epílogo

Testigo de su tiempo, él es ahora una memoria viviente de una tierra sangrante, cuyos horrores aún no cesan. Su perplejidad y su sentido crítico se mantienen en alto detrás de sus vivaces ojos de buceador de milagros. Sabe que ya ha escrito una obra perdurable e insoslayable en las letras nacionales e intuye que las nuevas generaciones seguirán pasando sin cesar por sus páginas, viendo el retrato quebrado de nuestras atrocidades, el retrato de una violencia con nuevos actores, bajo el ala de nuevos cóndores. Pero no ha dejado de escribir en más de sesenta años de vocación literaria. Siente que, pese al paso del tiempo, él seguirá siendo aquel niño que se asomó a las rendijas de la ventana de su casa de Tuluá y “se quedó mirando para siempre el mundo que le rodeaba”.

Sensible, insobornable, capaz de asumir cada una de sus verdades, amanece descifrando las noticias del mundo, con su valiente y obstinado corazón de sembrador de orquídeas.

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