Fue mi hijo menor, Gabriel, quien vio por primera vez a la mujer con su blusa blanca caminando por los pasillos de la vieja casa de Don Sancho. El ruinoso caserón colonial donde nos fuimos a vivir en el comienzo del 2000, en el corazón amurallado de Cartagena, era una casa del siglo XVII donde habían vivido en distintos tiempos un traficante de africanos esclavizados, un militar, un fraile, un comerciante y un español que tuvo motivos para no regresar a Europa. Pensé que la mujer que el niño había visto eran las sombras de unas enormes matas de plátano que crecían buscando la luz altísima tras el muro de piedra, que parecía una muralla oscura de verdines y manchas de olvido. No me alarmé, pero, cuando la insistencia del niño se volvió una obsesión de todos los atardeceres, busqué por los pasillos qué sombras podían asustarlo y lo llevamos a dormir a un cuarto cercano al nuestro, en el segundo piso, donde entraba una luz clara y serena que venía del tibio remanso de los gatos de los balcones.
Al tercer día, yo tampoco pude dormir abrumado por el peso de las sombras coloniales de la casa, y el sordo rumor de las hojas de los plátanos que latigaban los muros con sombras verdes, azules y amarillas, como lenguas de serpientes. Pero poco después descubrí que había sesenta ratas que dormían entre las piedras del traspatio y subían por entre el follaje denso de las campánulas púrpuras. Y un buen amigo nos regaló un veneno alemán para exterminarlas, batalla que libramos desde que las descubrimos y al final les ganamos, con el desaliento de sentirme un animal acorralado en una casa de fantasmas. Pero al séptimo día, Mary, mi mujer, se despertó sobresaltada porque había sentido una mano que le había acariciado el cabello colgante al borde de la cama. “¿Eres tú?”, pensó ella. y abrió sus ojos debajo de la sábana de colores. Y solo vio el silencio tenso y sombreado del cuarto, con las hojas de los plátanos bailoteando en los muros. La caricia fue tan cierta y aterrorizante que no pudo dormir y se sentó en la mecedora, esperándome. Y al llegar me contó que era la presencia de una mujer que había entrado a la habitación y se había disipado entre las sombras. “No creo en fantasmas”, le dije. “Pero creo en casas fantasmalizadas”.
Mi hermano Carlos pasó una noche en una hamaca improvisada en el patio donde en el pasado dormían los africanos esclavizados, tampoco pudo dormir por la sensación opresiva de que alguien estaba a punto de quejarse o llorar. A la mañana siguiente, pintamos los aposentos de penumbra de los antiguos recintos del dolor colonial con colores de fiesta, pero nada fue suficiente. Los muros manchados de verdín los pintamos de amarillo, adoquinamos con retales geométricos el patio y sembramos en un tiesto campánulas amarillas y flores rojas que se derramaban debajo de los muros. Nada fue suficiente. “Hay algo que no nos deja dormir”, me dijo mi hermano.
Se me ocurrió la idea estruendosa de convertir el primer piso de aquella casa en un café - bar y más tarde en un restaurante, una experiencia efímera que osciló entre la plenitud emocional y el desastre comercial, pero todo lo hicimos en familia, con un sentido de aventura estética. En el primer piso, como en el segundo, estaban los fantasmas. Fue en ese primer piso y en una noche de concierto musical en que mi hijo mayor casi muere electrocutado al tropezar con un cable suelto. Los comensales hacían cola para entrar al baño que habíamos decorado con pequeños poemas y pinturas, pero supe después que a veces la cola no avanzaba porque esperaban que saliera una señora del baño. Luego de esperar un tiempo prolongado, empujamos la puerta y descubrimos que no había nadie y los comensales decían que la habían visto entrar. No quise darle rienda a aquella alarma de los comensales, pero siguió ocurriendo días después.
Lo más difícil fue comprobar que los espacios fantasmalizados de la casa eran ciertos y tangibles con solo caminarlos. Invitamos a varios amigos de creencias y religiones distintas a tomar un café y a compartir la cosecha de los plátanos con queso, para que cruzaran en distintos instantes por el corredor penumbroso de los esclavizados. Cada uno contó su experiencia. El pastor evangélico, el cristiano y el budista, los tres sintieron un fuerte magnetismo, un viento oscuro, abisal, un llamado al pasar por el pasillo de los antiguos sufrimientos. “Algo pasa allí”, dijo el budista. “Son fuerzas contrarias, de dolor extremo y de inmensa compasión”. El cristiano sintió la presencia de un ángel caído, el espíritu alterado de la infamia. El pastor evangélico sintió también una carga de antiguos sufrimientos.
“Entonces no son fantasmas”, le dije a los invitados. “Hay una memoria de sufrimiento que está regada por toda la ciudad de Cartagena de Indias desde que era un puerto de africanos esclavizados. Ese dolor de más de trescientos años no ha cesado. Ha mutado en el tiempo, pero está allí. Está en la historia y en la sangre. Es un sufrimiento real. Y continúa con las nuevas discriminaciones y exclusiones sociales, raciales y culturales”.
Las ratas empezaron a morir en sus madrigueras, y la luz comenzó a bañar con otro resplandor las piedras del antiguo pasillo en penumbras. Mi madre entró un día a la casa y al ver el reguero de piedras del traspatio ruinoso se le encogió el corazón. La vieja casa colonial le pareció un reino propicio para una novela o una película de terror.
Le compartí mis reservas sobre los fantasmas a mi amigo Miroslav Swoboda, cuya infancia había transcurrido en la vieja casa colonial, cerca al Parque de Bolívar. Y él me sorprendió con una historia fantástica: durante sus años de niñez oyó llorar a una niña detrás de las paredes gruesas de la vieja casa donde vivía su padre, un capitán croata que al llegar al puerto de Cartagena se enamoró de Clara, su esposa, una muchacha sinuana que le cautivó el corazón, y se quedó a vivir entre nosotros, huyendo de las pesadillas de la guerra en su país. Miroslav, a quien todos conocen como Miro Pablo, gran amigo, músico, guitarrista y cantante, consolaba con su guitarra a aquella niña. Y un día derribaron el muro y encontraron que en el lugar donde él escuchaba el llanto de la niña había un cuarto de muñecas de los tiempos de la Colonia. Esa historia fascinante ha inspirado mi novela ‘El soñador de tesoros’, que será publicada en agosto de 2019 y cuyo protagonista es Miro.
“Nadie me creía que yo veía a a aquella mujer”, me dice mi hijo Gabriel al recordar aquellos años, que para él fueron los más extraños y tal vez los más delirantes de su infancia.
El niño, en un descuido de la niña que lo cuidaba en ese entonces, se asomó en el barandal de la casa y se sintió aterrorizado y solo, a sus cuatro años, porque creyó que la única persona que estaba en la casa era la mujer fantasmal. Y gritó algo que parecía un llamado descabellado para su edad: “¡Tráiganme a una mujer!”, se refería no al fantasma, sino a la niña que lo atendía.
Mary, mi mujer, no quiere recordar aquellos años en esa casa, porque el fantasma de la mujer no la dejó dormir. Y todos sentíamos la presencia opresiva y cierta del pasillo en penumbras de los africanos esclavizados.
“No puedo pasar por allí sin que sienta deseos incontenibles de llorar”.
Comentarios ()