Facetas


Tras los pasos de Leonardo Padura

EL UNIVERSAL

29 de enero de 2017 12:00 AM

Por: Jorge Rojas Rodríguez -Especial para El Universal

El viejo cocotaxi se empezó a alejar del centro de La Habana recorriendo barrios bulliciosos en medio del sol radiante de una mañana Caribe.

La misión del cocotaxi era llevarnos al lugar donde vivía la mamá de Leonardo Padura, el autor de “El hombre que amaba a los perros”, la novela que recién había leído y que había concentrado toda mi atención durante tres días con sus noches.

Estando en Cuba pensé que debería conocer al autor de semejante relato sobre la vida del hombre que mató a León Torstky. 

Yohama, se llama la mujer que se gana la vida conduciendo el cocotaxi por las calles del centro de La Habana, llevando y trayendo turistas, contando historias de la isla y siempre haciendo preguntas. “Yo  necesito ir a la casa de Leonardo Padura, le dije a Yohama un día antes de la aventura”. “Oye chico, y quién diablos es Padura?”, me preguntó asombrada. “Es tal vez el mejor escritor vivo de Cuba y el más universal de los escritores cubanos de esta época”, se me ocurrió decirle, después de hablarle de su obra, que va y viene en el tiempo y en el espacio con una narrativa capaz de recrear en una misma novela varias historias y muchos macondos.

“Oye, y cómo es que no lo conozco, vamos a buscarlo”.

Al día siguiente Yohama, dicharachera y jovial, llegó temprano al hotel donde me hospedaba. “No todas son buenas noticias pero algo es algo”, me dijo de entrada como disculpándose.  “Averigüé entre todos los choferes de cocotaxi de La Habana por el tal Padura y nadie me dio razón, pregunté a los trabajadores de varios hoteles y solo uno dijo que era escritor y que era crítico del régimen, fui a la oficina del historiador de La Habana Eusebio Leal y allá me dijeron que no tenían mucha información pero que sabían que vivía en la ciudad, pregunté en una librería y me dijeron que sus libros solo se venden en el exterior”.

Yohama, como si fuera el investigador Mario Conde, había dedicado toda una tarde a averiguar por su compatriota escritor con una dedicación que me asombró. “Bueno, es que así como tú preguntas por Padura viene otro turista de otro país y me pregunta y yo debo tener una respuesta”, me dijo con la convicción de una guía turística que quiere estar bien informada.

Al final me reveló el secreto. Un taxista le dijo que sabía de una señora que tenía un hijo de apellido Padura que parece que era un hombre importante, la señora vive en un barrio que se llama Mantilla, en el sureste de La Habana.

Tenemos la dirección o el teléfono, le pregunté ansioso. “No, solo tengo las señas del barrio que yo creo que conocí cuando era niña, así que súbete al cocotaxi que nos vamos a buscar a la mamá del escritor ese y ella nos dice dónde encontrarlo, a estas alturas yo también lo quiero conocer”, dijo Yohama con determinación. 

Iniciamos un recorrido por calles y avenidas, alejándonos del centro de La Habana, detrás de viejos buses que nos llenaban de humo o de polvo, de autos de los años 40 y 50 llamados “almendrones”, que sirven como transporte público, de bicicletas y transeúntes que se dirigían a sus sitios de trabajo. Yohama preguntaba, quería escuchar todo de Padura, se quejaba por no saber de su existencia, de no conocer sus novelas, me pedía que le mandara uno de sus libros. “Ese del Hombre que amaba a los perros, me gustaría leerlo, o Herejes, el de los judíos, el que me pueda mandar”.

Después de una hora de recorrido no llegábamos a ningún destino. Yohama se bajaba con agilidad del cocotaxi, preguntaba, se subía, arrancaba, le gritaba a una persona preguntando por una calle, reiniciaba la marcha, “nos estamos acercando”, me decía para derrotar mi escepticismo. Yo alcancé a decirle que regresáramos a La Habana, pero ella insistió en continuar la búsqueda. Por fin, en una esquina, una mujer nos señaló la casa de dos pisos en el centro de la calle con una reja blanca. “Ahí vive la mamá de Padura”. Nos acercamos para confirmar. No había timbre, así que Yohama gritó con fuerza: “Oye, hay alguien ahí?”.  Del fondo de la casa salió un señora joven y preguntó: “Bueno, y qué se te ofrece?”.

“Buenos días -le dije-, vengo desde Bogotá y estamos buscando a la mamá de Leonardo Padura para saber si nos puede decir dónde lo encuentro para saludarlo, es un escritor que admiro mucho”, le expliqué. 

La señora joven me miró por unos instantes como certificando la certeza de mis palabras, como escudriñando mi acento, desde adentro se oyó la voz de un hombre que parecía preguntar: “¿Qué está pasando?”, afuera un vecino contemplaba con curiosidad la escena.

De manera intempestiva la señora joven se dirigió a la casa del lado, y en medio de mi asombro, y con el desparpajo propio de la gente del Caribe, gritó con fuerza: “Oye Leo, baja que aquí te busca un colombiano”. Me miró con algo de complicidad y me dijo en voz baja:  “Está escribiendo, ya viene”, y nos señaló un lugar, debajo de un árbol, en el patio de la casa para esperarlo.

Y sí, por una escalera bajó Padura al encuentro con los desconocidos. Vestía una pantaloneta, una camiseta y chanclas, daba la impresión de un marinero descendiendo de su barco. No tenía cara de buen humor o, por lo menos, no quería que lo interrumpieran.

“Buenos días, disculpen, es que estoy escribiendo y cuando escribo tengo que concentrarme”, dijo Leonardo mientras miraba con curiosidad a Yohama y a Diana una compatriota que también hacía parte de la “delegación”.

“Pero tú eres cubana”, le dijo a Yohama, quien respondió de inmediato como disculpándose. “Sí, yo los traje en mi cocotaxi”, le comentó.

Rompí el hielo hablando de su novela “El hombre que amaba a los perros”, de Ramón Mercader como personaje y del recorrido literario que abarca la Cuba de Fidel, la Rusia de Stalin, la España de la guerra civil y a México como país del refugio y del asesinato de Trotsky “que usted narra como si hubiera estado ahí”.

“Me gusta que le guste la novela, uno escribe sin saber quién lo va a leer y no siempre sabe lo que pasa por la cabeza del lector”, me dijo.

“¿Cuándo va a Bogotá?”, le pregunté explicándole el impacto de su novela en Colombia. “Yo no puedo ir a Bogotá por la altura, es una lástima”, respondió con algo de nostalgia. 

Sentí que tenía curiosidad por una visita tan extraña pero que no quería ahondar en detalles porque tenía poco tiempo. Me dijo que estaba escribiendo su último libro. Ahora se que se llama “La transparencia del tiempo”, una novela que recorre en sentido inverso el mundo del siglo XX al siglo XIII.

Tomamos la foto de rigor, nos despedimos de Leonardo con sendos abrazos. Yohama estaba feliz y orgullosa por haber encontrado y descubierto a su compatriota,  “aunque nunca supimos quién era su mamá”, me dijo cuando encendió el motor del cocotaxi.

Bienvenido al Hay Festival en Cartagena estimado Leo, allá te busco otra vez. 

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