Columna


Sempiterno maestro

ENRIQUE DEL RÍO GONZÁLEZ

31 de enero de 2023 12:00 AM

Todo quien conoce mis gustos musicales sabe de la enorme admiración y el cariño que he profesado por el maestro Adolfo Pacheco Anillo. Gracias a sus inspiradoras letras me he mantenido humilde, pues, a pesar de ser consciente de mis extremas limitaciones vocales, no resisto la fuerza mágica de cantar sus canciones siempre que esté cerca de un acordeón o una guitarra. Muchas fiestas he acabado por esta razón y a muchos amigos he perturbado por la impertinencia de quitarles el micrófono a los profesionales y privarlos de un deleite para someterlos a la tortura de mi desafine.

La primera canción que entoné (o que desentoné más bien) hace muchos años fue El pintor, me conmovió su letra perfecta y diciente, por eso me interesé por la vida y obra del juglar de los Montes de María y pude ampliar mi limitado repertorio al que, modestia aparte, solo entran poesías que me estremezcan el corazón. Hoy día también canto voz en cuello y de memoria El gallo bueno y Me rindo majestad, dos piezas que representan una genialidad sin igual.

Me duele profundamente la triste partida del maestro, aquel infausto 28 de enero, día en que discurrieron vientos ineluctables, como diría Barba Jacob. La muerte es así, intempestiva, misteriosa y caprichosa, él la esperaba por los contornos cardíacos, así lo había confesado públicamente, tenía un corazón desgastado por tanto uso, el amor duele, por eso sintió en su pecho la revolución y cumplió la pretensión de no ser un hombre del montón, de ahí su maravillosa obra; paradójicamente, su huida del mundo de las formas la propició un lamentable tropezón.

Seres como el sempiterno juglar Adolfo Pacheco Anillo no se repiten, son únicos y justo por eso jamás desaparecen, son de nadie y son de todos, por eso la congoja que causa su ascensión al más allá no embarga exclusivamente a sus familiares y amigos, se trata de un sentimiento viral que no cesa y de seguro como el amor que él profesaba, entre más viejo más fino. El maestro y todo lo que representó y representará, es un patrimonio inmaterial de la humanidad presente y futura.

Su fluidez, sensibilidad e inteligencia lo mantuvieron en el mundo del poeta, pero con los pies en la tierra, por eso pudo vaticinar la conmoción que causaría su muerte y así, mediante testamento público y con exquisita melodía sentenció: “(...) yo como soy cristiano la muerte me pone triste/la vieja me trajo al mundo dicharachero y contento/no quiero solemnidades, tampoco me carguen luto, que suenen las acordeones y gaitas para el difunto...”, por eso en su amado San Jacinto, al que no cambiaría ni por un imperio, con sencillez, fiesta, gaita y acordeón, cumplieron su deseo final señalando con alegría el camino de su partida; su padre, el viejo Miguel ya no estará solo en Barranquilla, lo acompaña su hijo y demás amigos de parranda en el Gurrufero celestial.

*Abogado.

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