Mi tía Juana es tan, pero tan arrítmica, que en la misa no atinaba a aplaudir de manera armónica con la melodía del ‘Padre nuestro’ y creo que tendría que volver a nacer para aprender a bailar siquiera al ritmo de ‘Los pollitos dicen’. Más o menos así soy yo, pero con la natación.
Verás, pasé mi niñez en un pueblito del centro de Bolívar en el que el clímax de la diversión para cualquier muchachito era ir a paseos de olla en fincas cercanas y zambullirse en pozos, represas o cualquier cuerpo de agua medianamente profunda pero nada cristalina. Me moría de ganas por hacerlo, pero jamás me atreví. Lee aquí: Aprende a actuar ante un ahogamiento infantil
Después de casi veinte años en Cartagena, con visitas ocasionales a piscinas pequeñas, y con paseos de playa que podría contar con mis dedos, un día me invitaron a un crucero por el Caribe... el mar... el Caribe.
La única costeña
La aventura de una semana comenzaría con el embarque en Cartagena y pasaría por Aruba, Bonaire y Curazao antes de llegar a Colón (Panamá) y regresar la capital de Bolívar.
Sí, tengo que confesarlo, dudé. Serían siete días enteros de agua, agua y más agua, ¡pero caramba! ¿Cómo me iba a perder la oportunidad de conocer el mar de los siete colores más allá de mis narices? ¿Cuándo iba a tener otra oportunidad laboral así? ¡Era mi sueño de siempre: viajar-conocer-escribir!
Obvio resolví irme, aunque tuviera la absoluta y plena conciencia de mi ¿incompatibilidad? con el agua, porque cuando me zambullía en algún lugar donde no pudiese poner mis pies sobre el suelo, me sentía, no sé, ¿como una pluma o un papel que se lleva el viento, pero en el agua? Sentía que perdía el control de mis brazos y mis piernas, y entonces ya no era una mujer joven, sino un ente que apenas podía pensar y reír, porque me daba risa, ¡risa!
Fui al crucero y, tras salir de Cartagena, amanecí en Curazao: Willemstad se mostraba tan colorida ante mis ojos, ¡más preciosa que las fotos que busqué en Google! Bajamos del buque y escasas dos horas después, estaba en un club náutico de esa ciudad tan lejana de mi pueblecito. Y aquella niñita que jamás se atrevió a zambullirse en la represa se había encaramado de ¿parrillera? en una moto acuática y se aferraba al piloto como si de sus brazos dependiera su vida... y sí, dependía. De pronto me vi en mar abierto, pequeñita en el azul oscuro del Caribe con sus inmensas olas. Respiré. “Tengo chaleco”, pensé, hasta que llegamos, después de media hora, a nuestro destino. Era un lugar de aguas de azules indescriptiblemente preciosos que escondían otra aventura. Otra.

Debajo, no sé a cuántos metros, había un barco naufragado hace equis años y debía ser todo un espectáculo contemplarlo: mis compañeros bogotanos, santandereanos, caleños, paisas, panameños y argentinos se tiraron de cabeza y lucían tan... tan... ¡tan plenos en el agua!
“¡Pero ven, Laurita, si tienes chaleco!”, me dijo una compañera desde el agua. Yo me rehusé tantas veces como pude, pero la franca pena me hizo intentarlo después de escuchar: “Te creo que eres costeña porque sabes bailar, ¡pero cómo no vas a saber nadar!”, me decía riéndose la misma chica.
Me eché al mar y ni el chaleco salvavidas impidió que fuese, ya sabes, la plumita, el ente... Una cosa que reía nerviosamente mientras le pedía ayuda a uno de los guías para regresar a la moto acuática a esperar que todos se cansaran de disfrutar.
El resto de planes fue en la mera playa... ¡A.le.lu.ya! Puedes leer la crónica que hice después del crucero aquí: Un capitán, un crucero y tres paraísos
La única adulta de la clase
Años después pero antes de la pandemia, cuando una de mis hermanas resolvió inscribir a sus dos niños en clases de natación, me repetí que tenía que aprender a nadar.
Le pregunté mil veces al profesor de mis sobrinos si también les enseñaba a adultos. Me respondió mil veces que sí, pero, francamente, creí que esa odiosa consciencia de adulta, esa voz que tantas veces me ha limitado porque conoce perfectamente los peligros que los niños son incapaces de dimensionar, no me iba a dejar aprender ni el “nadaíto” de perro.
Llegó 2022 y mi hermana volvió a inscribir a los niños en las clases de natación y yo resolví mandar al diablo las excusas de una vez y por todas: ese domingo, tres alumnos salieron para el Complejo Acuático con sus respectivos vestidos de baño. El primero era Javier, de 8 años; el segundo, Milán, de 4, y la tercera era yo, de 32.

Algo me tembló por dentro cuando vi que la clase sería en la piscina de clavados, una de las más profundas -no quise saber de cuántos metros tiene y todavía no me atrevo a preguntar-. Y me dio un poquito de pena comprender que mi compañerito mayor tendría, máximo, máximo, diez añitos. Pero ya había mandado al diablo las excusas.
Después de practicar la patada sentada en el borde de la piscina, al lado de todos los chiquitines, por fin tuve el coraje de tirarme al agua... ¡Obvio, con un churro! No pude evitar reírme cuando el profe me dijo: ¡Ajá, y por qué con churro! y yo le respondí que era mi primera clase y que no sabía nada, nadita, nada.
Han pasado cinco clases, creo que he tragado más agua que cualquiera de mis compañeritos y ¡me siento genial! Sí: es cierto que las primeras cuatro clases me aferré al borde, y que se me cayó un pedazo de cielo encima en el quinto domingo, cuando el profesor me mandó para el centro de la piscina. Y, bueno, siempre busco con qué aferrarme, pero ¡ya consigo moverme de un extremo al otro! ¡Nado! ¡Ya no soy un ente que solo piensa y ríe! ¡Soy una mujer de 32 años que está aprendiendo a nadar! Lee además: 5 pasos para salvar la vida de alguien que se atragante
¿Sabes qué es lo más sorprendente de todo esto?, que es muchísimo más común de lo que crees. Tengo más amigos y conocidos de los que pensé que han vivido siempre al pie del mar que dicen que no tienen ni idea de cómo nadar.
¿Por qué ocurre?, supongo que habrá tantas respuestas como casos, lo cierto es que todos, por mera supervivencia, deberíamos aprender a defendernos en el agua.
De acuerdo con la Organización Mundial de la Salud (OMS), el ahogamiento es una de las principales causas de muerte a nivel mundial entre niños y jóvenes; es también “la tercera causa principal de muertes relacionadas con lesiones en general”. Cada año más de 236.000 personas mueren ahogadas.
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