Facetas


Un capitán, un crucero y tres paraísos

LAURA ANAYA GARRIDO

06 de mayo de 2018 12:00 AM

El capitán solía ser paramédico.
Mucho antes de dirigir el timón del imponente Monarch, un crucero de Pullmantur que puede transportar a unos 2.700 pasajeros, 800 tripulantes y no sé cuántas toneladas de comida, Alex Norenko andaba a la velocidad que ordenan las sirenas de las ambulancias, se movía entre la vida y la muerte. Ahora estamos muy lejos de todo eso y de su natal Ucrania, navegando sobre las aguas del Caribe colombiano. Acabamos de zarpar desde Cartagena de Indias en un viaje bautizado con un nombre prometedor: Antillas y el Caribe Sur. Gracias al simulacro, que hicimos justo después de embarcar, ya sé que si suenan cinco pitidos leves y uno laaaargo estamos en problemas, que debo buscar el chaleco salvavidas y subir rápido por las escaleras a la cubierta 7.

Todo está listo y ahora solo tenemos que navegar dos noches y un día para llegar a nuestro primer destino: Curazao.

Alex navegó para buscar sus milagros
Escucho al capitán Alex decir en su inglés pausado que todos los días despierta a las cuatro o cinco de la madrugada, pero no puedo dejar de preguntarme cómo es que uno pasa de una ambulancia a ser ‘el más’, y no de cualquier barquito: de un crucero.

“Fue una decisión difícil, porque intenté tres veces entrar a la universidad de medicina y las tres veces fallé, y por alguna materia llamada lenguaje ucraniano, que no era nada práctica, pero ya ves, no me dejó entrar -aquí hace una pequeña pausa-, y soy el tipo de persona que si no está creciendo, cambiará su dirección. No estaré en el mismo lugar solo esperando el milagro”. Buscando nuevos rumbos se aventuró a tareas que su familia ya había explorado, y encontró la respuesta: el mar. Firmó un contrato y se montó en un barco de carga: limpiaba pisos, lavaba platos, dormía; limpiaba pisos, lavaba platos, dormía, y así todos los días y las noches durante diez meses. Fue tan agotador como gratificante, por eso, cuando regresó a casa, invirtió buena parte del dinero que había ganado en un curso de oficial junior. Su primer diploma de marinero.
Trabajó por años en barcos de carga, hizo muchos amigos y siempre que podía se ‘colaba’ en el puente de mando a preguntar cómo funcionaba tal radar o esta otra máquina, o cómo es que se detiene un barco, pero todo cambió cuando se montó por primera vez en un crucero. ¡Puertas de vidrio, restaurantes, casinos, bares, pisos impecables! Oh, por Dios, ¿cómo no había visto antes estas maravillas que no parecían barcos sino ciudades navegantes?

Alex decidió que ese sería el rumbo definitivo de sus días y se quedó en un crucero. Comenzó lavando pisos, y fue escalando hasta convertirse en el Master (como dice la plaquita pegada en su camisa), mejor dicho: en el hombre que ahora mismo responde por las tres mil y pico de almas que navegamos en este viaje.

***
Ya es de noche, y, contrario a lo que pensé en tierra, no se siente tanto el vaivén de las olas a bordo del Monarch. Quizá un poco en la cama, pero el movimiento no marea, más bien arrulla.
El plus de los cruceros es que siempre despiertas en un lugar diferente. Y ante mis ojos se muestra el imponente puerto de hoy: Willemstad, la capital de Curazao, un pedazo de tierra rodeado por aguas tan cristalinas que aquí el Caribe no parece un mar sino una piscina gigante. Nos bajamos, la isla tiene poco más de 100 mil habitantes (en 2009 tenía 97.590) e increíblemente lo primero que encontramos es un colombiano, sí señor: el guía es barranquillero. Hay edificios coloridos, un puente que se llama la Reina Juliana, un montón de murales vibrantes y un Museo de la Esclavitud que me recuerda tanto a nuestro Museo Histórico de Cartagena. Florentina, una negra de casi 80 años, nos guía por los recovecos de las torturas y los vejámenes que los europeos se ingeniaban para anular las almas de los esclavos.

En Willemstad puedes comer el típico Funchi, que es harina de maíz disuelta en agua con mantequilla y sal, o Keshi Yená, un queso gouda gigante relleno de pollo o pescado y verduras, y si el plan museo no te suena mucho, justo después de almuerzo le inyectamos una buena dosis de adrenalina. ¿Te suena paseo en jetski en mar abierto con olas inmensas y mucha velocidad? Bueno, eso tendrás, eso tuve; pocos minutos más tarde llegamos a la laguna de Aguas Españolas, rodeada de ‘las’ mansiones y de yates, cada uno más lujoso que el anterior… Todo eso para terminar practicando snorkeling y contemplando la belleza de la vida submarina: peces multicolores, corales, un barco que naufragó hace años y más, ¡es un espectáculo tan vibrante que no parece natural! ¿Y qué tal terminar la tarde acostado en la playa, mirando cómo el sol se funde en las aguas del Caribe?

La aventura termina justo con la foto infaltable en el letrero de ‘Curacao’ y en otro con una palabra particularmente ‘sabrosa’: ‘Dushi’, una especie de sinónimo de ‘chévere’ que también significa ‘dulce’ en papiamento (idioma de Curazao, que combina un poco de español, algo de holandés, inglés y portugués).

Regresemos al Monarch, pero no para dormir. ¿Quién quiere ir a la cama cuando todos los días parecen sábado, en las noches hay shows en el teatro y la discoteca abre hasta la madrugada?

Eso sí, a la mañana siguiente hay que estar puntuales para disfrutar del próximo puerto: Kralendijk, capital de Bonaire. La isla tiene 30 mil habitantes y en su capital no hay una discoteca, quizá algún barcito suave, pero nada de rumba fuerte que pueda perturbar la calma de la isla. Hace años que por aquí no matan a nadie, no atracan, no hay muchos presos en la cárcel, en fin, adivinen de dónde es el guía: ¡de Colombia! Es un paisa que llegó a la isla hace veinte años y trabaja como bombero, “el único trabajo donde la plata se gana durmiendo” (dice el mismo guía riéndose). Bonaire está lleno de cactus y más cactus, aquí adoran a los flamencos (el Aeropuerto Internacional Flamingo es rosado y tiene un parque para ellos) y comen el chivo en todas sus presentaciones. Bonaire parece tener una personalidad doble: de un lado te encuentras con los cactus y la tierra seca, y del otro, con manglares tropicales y una gran laguna rosada (sí, rosada, como los flamencos). Cuando vas por la carretera, puedes ver a un lado grandes montañas blancas, son pilas gigantes de sal, y justo al pie de ellas está el agua que comienza siendo café y termina ¡rosada! El color se debe a los corales que se han convertido en arena por la acción del mar. Apenas al frente de las aguas rosadas, están las casas de los esclavos, pequeñas chozas donde los esclavos que trabajaban en las salinas podían pasar la noche. El guía dice que fueron construidas en 1850 y allí, por lo general, solo pasaban los domingos.

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El tercer y último paraíso de este viaje se llama Aruba, una isla que tiene 29.000 habitantes y planes diversos por hacer. Puedes, por ejemplo, pasear por la isla en un 4x4 y ver paisajes con rocas imponentes, eso sí, alista las caderas, porque el carro anda como si estuviera en un rali. Pasarás por las formaciones rocosas de Casibari, los puentes naturales, las ruinas de las minas de oro de Bushiribana, la capilla de Alto Vista y el faro de California. Y, obviamente, si vas a Aruba tienes que ir a sus playas, la más grande y reconocida es Palm Beach, ¡un paraíso de azules cristalinos!

***
De regreso al barco, recuerdo las palabras de Alex cuando decía que un buen capitán tiene que ser paranoico, “debe tener plan A, plan B y C, porque siempre tiene que saber qué hacer si hay problemas”, y también recuerdo la pregunta más recurrente desde que acabó el viaje:

¿No te da miedo sentirte tan chiquita en medio de la nada, mirar a todos lados y ver solo agua?

La verdad es que no, dejémosle la paranoia al capitán. Y después de todo: ¿quién piensa en la nada cuando viaja en un barco que lo tiene todo?

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