Facetas


El pintor Pedro Ruiz en su canoa de oro

El artista Pedro Ruiz conversó con Facetas sobre el origen de la obra que exhibe en la ciudad. Es el autor del afiche del Cartagena Festival de Música que empezó el viernes.

GUSTAVO TATIS GUERRA

06 de enero de 2019 12:30 AM

He visto tantas veces la misma canoa que es su arca de oro, que fluye en un río que arrastra lo más invisible y lo más sublime de la naturaleza y del ser humano, y cada vez tengo la sensación de que es la primera vez que contemplo las pinturas de Pedro Ruiz (Bogotá, 1957).

Ahora expone su serie ‘Lugar común’, en el Museo de Arte Moderno de Cartagena, y es el autor de la imagen del Cartagena Festival Internacional de Música.

Su serie ‘Oro’ ha viajado por el mundo, hasta las ciudades más recónditas del planeta, compartiendo la perplejidad de la belleza colombiana. La serie inicial y definitiva consta de treinta pinturas en miniatura. Hay que detallarlas con lupa, como las huidizas realidades nacionales perdidas en la selva, en los dos océanos y las tres cordilleras. ‘Oro’ ha deslumbrado audiencias en Indonesia, Japón, Italia, Brasil, Madrid, México, Argentina, entre otros. Las treinta pinturas son sagradas e intocables, no se venderán jamás, porque son patrimonio visual de la humanidad colombiana. Junto a la exposición errante de ‘Oro’, Pedro realiza talleres artísticos con niños y jóvenes del mundo, para que cada uno de ellos “encuentre su propio oro”, me dice. Sin proponérselo, él, como artista, ha sido como un embajador errante, en cuyos labios suena la música de las tres sílabas de su país de vientos. A los mismos niños les enseña a pintar una canoa milimétrica y con una regla de maestro de escuela. Pero los niños se le adelantan y con un brochazo, resuelven horizontalmente la canoa en un río invisible. “La hacen de un solo brochazo. Los niños son los maestros de la espontaneidad, son una metáfora de la actitud”. En esos encuentros ha hallado también un oro doloroso en el alma de niños maltratados, vulnerados y afectados emocionalmente, por las diversas formas de la violencia. Uno de ellos, le pidió que le pintara una canoa, y Pedro le preguntó a quién quería dibujar dentro de la canoa. El niño dijo: “Quiero que dibujes a mis hermanitas”. ¿Y para qué quieres qué estén tus hermanitas en esa canoa? Y la respuesta del niño fue tormentosa y terrible: “Para ahogarlas”. Otra niña adoptada estaba furiosa antes de dibujar la canoa, a punto de destrozar el papel. Pero el artista le preguntó: ¿No quieres que te pinte delfines rosados? El rostro de la niña cambió de luz y se volvió amorosa y no quería desprenderse del pintor cuando vio los delfines rosados dentro de la canoa. Un niño antes de la experiencia de pintar le preguntó al artista si era famoso o millonario, si tenía limosina, pero él le respondió con una pregunta: ¿Cuál es tu equipo de fútbol favorito? El niño dijo: “Millonarios”. Entonces buscó en su teléfono celular la imagen del equipo y se la pintó dentro de la canoa. El niño estalló de felicidad: ¡Eres millonario! ¡Eres famoso! ¡Tienes limosina!

Pero Pedro, como ser humano, no va tras las riquezas materiales, sino tras los milagros intangibles. “Para mí esa canoa que yo pinto es un arca donde están todos los tesoros de lo que somos”, dice. “Pinto a toda hora, de diez minutos en diez minutos, dibujo en pequeñas libretas que son el embrión de muchos proyectos. Tengo casi cuarenta libretas pintadas. Oro es la conciencia de la naturaleza, de lo que tenemos cerca y no apreciamos. Pinto desde que era un niño, y siempre me ha inquietado la relación del hombre con la naturaleza. Siempre me ha impresionado el poder del arte para comunicar en el más alto nivel. A otro nivel. El poder que tiene para llegar al cerebro. Para generar sensibilidad y pensamiento. Hace poco me quedé en un hotel de Bocagrande y me sentí extraño al comprobar esta lejanía del ser con la naturaleza, como si el mundo viera en la naturaleza un estorbo, sin comprender que de ella ve niños, y que sin ella no existiríamos. Alejarse de la naturaleza es grave. Hace dos años viajamos quince amigos a Guainía y cruzamos el río Atabapo que describió Humboldt en su peregrinaje, se me salieron las lágrimas al ver y sentir aquel silencio, aquella paz en el paisaje incontaminado, no asediado por el consumismo ni la globalización instantánea. Bajamos en febrero a aquellas playas blancas que derramaban cuarzo en el silencio, y el río en verano parecía un lago”.

Ahora, en el otro silencio de su remanso en su casa de la ciudad amurallada, rodeado de tallas en maderas, dibujos, flores, ángeles, vírgenes, sus propias pinturas de mujeres negras que llevan el universo en sus cabezas, Pedro me dice que lo suyo es el poder de la inocencia. “No creo que sea una ingenuidad decirlo en medio de la violencia que se vive, que mi única arma es la inocencia. Un día una persona me interpeló diciendo que mi obra estaba llena de lugares comunes. Pero el lugar común es la fuente donde la tribu o la comunidad bebe sus propios argumentos. Así que decidí bautizar mi exposición de Cartagena con el nombre de ‘Lugar común’. Son quince obras, en pequeño y mediano formato, cuatro bronces, que nacieron de una experiencia de pintar cien dibujos espontáneos, sin pensar. Una vez fui hospitalizado con cálculos renales y estuve tres días bajo el efecto de la morfina, y empecé a pintar algo muy extraño de manera espontánea, y me preguntaba de dónde venía aquel poder creativo. No era algo surrealista, eran dibujos que tenían una relación conmigo mismo. Puede parecer arriesgado en estos tiempos pintar corazones, pero el corazón no es un músculo, tiene neuronas, es más acertado y más rápido que el cerebro. Es increíble pero las cosas inútiles las sabe apreciar el corazón, y no el cerebro. La música y el arte, por ejemplo, son inútiles, a veces, no producen ni dinero, pero nos hacen felices, son armonías celestes, coherente comunión con el universo, lo que otros solo miden y valoran con dinero. Comparto la visión indígena de que pensamos mejor con el corazón. Siempre fui un niño tímido, retraído, pero ambicioso. Quería pintar con un sentido de pertenencia con lo que me rodeaba. El arte ha sido también, para mí, una gran herramienta para disipar miedos e inseguridades. Tengo un miedo terrible a volar. Y lo enfrento dibujando”.

Pedro me cuenta en esta mañana de enero que él es una mezcla de sus padres, de Jorge Enrique Ruiz, con su humor y su sarcasmo, quien fuera ministro de Educación en el gobierno de Belisario Betancur, pero en asuntos de alcohol, “soy medio escocés, porque no bebo ni una gota de licor. Mi padre se burlaba del mundo. Era un intelectual con una gran erudición. Mi madre, Teresa, por su parte, era carismática, atractiva, atraía con su manera de ser los corazones de las otras personas. En contravía del ateísmo de mi padre, mi camino es una búsqueda de vida espiritual. Me impactó leer El evangelio renovado, de León Tolstói, en donde replantea la compasión humana y la sabiduría de no responder el mal con el mal. Creo que todas las religiones vienen a decirnos algo. Pero la espiritualidad se ha desligado de la esencia, por el comercio. Ante el ateísmo convencido de mi padre, encuentro caminos en las realidades espirituales. No todo lo sabe ni lo resuelve la ciencia. Los indígenas creen que las piedras no están dormidas, que están vivas, y ellos miran el mundo con los ojos sagrados e inocentes de los niños. Creo en los milagros. Me han ocurrido y me ocurren. Soy ecléctico. Me apasiona la cultura de la India. Mi amigo William Ospina fue a la India, y le pedí que me hiciera con mi cámara muchas fotos y videos. Al regresar, nos encerramos en mi casa, él a escribir setenta poemas y yo a pintar setenta dibujos. Allí surgió el libro ‘Más allá de la aurora y del Ganges’, que te regalaré”.

Epílogo

Le pregunto por su relación con la música, a propósito del festival de Cartagena. Y me cuenta que estudió en el Conservatorio de Bogotá, en donde cursó dos semestres, aprendió a tocar flauta y guitarra. En asuntos de música, se considera un DJ capaz de ser el anfitrión de una fiesta, y sacar a bailar al indiferente. “Puedo empezar con algo inesperado como ‘La barcarola’ y terminar con un porro de Crescencio Salcedo”. Le hubiera gustado conocer a Picasso. “Ese era un genio, una fuerza descomunal de la naturaleza, un artista con un tremendo carácter y una fuerza implacable para crear”. La inocencia vuelve a sus labios. La inocencia es como una bomba. Por eso es tan grave que alguien atente contra ella.

El artista navega liviano, sencillo, con una refinada sensibilidad, como Pedro por su casa, en la canoa de oro de sus sueños.

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