Todo me ocurre en esta cuarentena como un azar milagroso en medio de las incertidumbres, pero siempre me salva la poesía. Sumergido desde hace casi un mes en mi pequeño cuarto de tres por tres, donde los libros amenazan con aplastarme junto con mis propias pinturas y donde además las aspas del abanico de pie giran para soplarme en la cara el calentamiento global de abril, cae entre esos milagros al cuenco de mis manos un libro del gran poeta cubano Eliseo Diego, que el 2 de julio de 2020 cumplirá cien años de su natalicio. Poco antes de su partida, el Premio Nobel de Literatura colombiano Gabriel García Márquez dijo de él que era “uno de los más grandes poetas que hay en la lengua castellana”. No es coincidencia que haya venido invitado para la Feria del Libro de Bogotá y por la Casa de Poesía Silva en abril de los años noventa, y en una tregua de su viaje haya venido en un vuelo relámpago a Cartagena de Indias, en donde un grupo de políticos, cosa curiosa, rindiera homenaje a él junto a la delegación cubana en el Salón Vicente Martínez Martelo de la Alcaldía. Recuerdo que me acerqué con mucha timidez al gran Eliseo, que espantaba su propia timidez con un cigarrillo que no terminaba de apagarse porque en un parpadeo encendía el siguiente, en medio de una sonrisa de abuelo bondadoso debajo de esa barba blanca que le daba la apariencia de un dulce y sereno pastor, y esos ojos vivaces que preguntaban por lo que no veía. Solo bastó que le dijera que había leído algunas de sus obras conseguidas de puro milagro entre los vendedores callejeros de libros de segunda mano en Bogotá, y recordaba con devoción su propia definición del poema como “una conversación en la penumbra”. Eliseo me hizo una señal con sus manos que me decía sin palabras que seguiríamos hablando más allá de la ceremonia en la que lo habían metido en el auditorio solemne de la alcaldía. Le pregunté si en su agenda del día siguiente habría un espacio para seguir conversando, y él levantó sus dedos con su cigarrillo en alto, dándome a entender que sí conversaríamos. Pero, de pronto, una voz en un altoparlante empezó a llamar a los escritores para salir del recinto y continuar con la ruta programada con la delegación cubana. Todos fueron desocupando el lugar y descendieron las escaleras hacia la puerta de entrada de la Alcaldía, en la Plaza de La Aduana. El nombre de Eliseo Diego resonó en el recinto. El poeta dejó su cigarrillo suspendido a un lado de sus labios, para silabear “un momento”, y siguió con nosotros, contándonos el día en que conoció a García Márquez en La Habana. Hubo un segundo llamado al poeta. Volvió a decir con guiños y señas “un momento” y siguió contándonos episodios de su llegada a Colombia y de su perplejidad de sentirse no en Cartagena de Indias sino en La Habana. En el tercer llamado, ya no tuvo más pudor para hacer más señas y guiños, y preguntó: “Díganme, ¿para donde es qué vamos a ir?”. Y la voz del altoparlante le respondió: “Maestro, por favor, lo estamos esperando, todos estamos aquí esperándolo”. Y el poeta volvió a preguntar: “Dígame, ¿adónde me van a llevar?”. Y la voz respondió: “Maestro, hay un yate en el Muelle de los Pegasos esperando para llevar a toda la delegación cubana a las Islas del Rosario. Usted es el único que falta”. Y el poeta preguntó: “¿A qué islas me van a llevar?”. Maestro, a las Islas del Rosario. Y el poeta pisoteando el cigarrillo apagado dijo: “Váyanse, amigos, yo esas islas me las puedo imaginar”. Y el poeta prefirió quedarse conversando con nosotros. Cuando digo “nosotros”, digo también los escritores que estaban allí convocados por el encanto poético de Eliseo Diego, entre ellos el poeta Pedro Blas Julio Romero, Hortensia Naizara, entre otros, que la niebla de los recuerdos no precisa. Lo cierto es que nos llenamos de arrojo para proponerle al poeta caminar y conversar frente al mar. Y así fue. No hubo necesidad de beber licor, porque ya estábamos embriagados de felicidad, pero creo que sí, el poeta quería beberse el mar de Cartagena de Indias, y lo hizo a sorbos conversados.
Ese episodio humano podría retratar el alma de Eliseo Diego, un ser de una fascinante personalidad, con una metáfora a flor de labios, una sensibilidad alerta a todo lo que le rodeaba y una capacidad para encantar auditorios, la mayoría de ellos, gente muy joven seducida por su palabra. La promesa de ir a La Habana para reencontrarnos se cumplió después de su partida, pero fue la oportunidad para conocer a uno de sus mejores amigos de toda su vida, el también poeta cubano Cintio Vitier, quien nos recibió en su casa de La Habana. Uno de sus versos resonó frente al mar de Cartagena de Indias: “El terrible esplendor de estar vivo”.
La grandeza de su obra
En la antología ‘Desde la eternidad’, publicada en 2005 por el Fondo de Cultura Económica de México, se compendia la obra poética y narrativa de Eliseo Diego (1920-1994). Cuando leemos a Eliseo Diego algo prodigioso puede ocurrir. No solo nos lleva “a la épica de una infancia prodigiosa” en la visión de Jorge Teiller, sino también al mar de sus grandes emociones y a los universos secretos, cotidianos, amorosos e intimistas. Lo que nombra el poeta tiene la claridad alucinante de un clarividente. Hay que leer de él además de sus poemarios ‘En la Calzada de Jesús del Monte’ (1949), ‘Libro de las maravillas de Boloña’ (1967), ‘Los días de tu vida’ (1977), ‘A través de mi espejo’ (1981) ‘Inventario de asombros’ (1982), ‘Soñar despierto’ (1988), ‘En otro reino frágil’ (1999), ‘Aquí lo vivido’ (2000). Los libros de relatos ‘Divertimentos’ (1946), ‘Noticias de la quimera’ (1975), ‘Conversación con los difuntos’ (traducciones, 1991), entre otros.
Como anillo al dedo
He vuelto a releer el poema ‘Bajo los astros’, de Eliseo Diego, muy cercano a la experiencia que vivimos todos en cuarentena. El poema nos lleva a una casa deshabitada que por las tardes suena “como el cordaje de un barco”. Al entrar a la casa del poema vibran sus cristales vacíos, y quien la recorre es tal vez un alma en pena que la nombra como un espíritu, y empieza a señalar que aquí alguien esperaba, aquí “cosía mamá sus misteriosas telas blancas”, “aquí entró aquel día el tímido lagarto y aquí la mosca extraña que zumbaba, y aquí la sombra y los cubiertos, y aquí el fuego, y aquí el agua”. La casa vacía es como la naturaleza misma que ha sido deshabitada por los hombres en cuarentena. La casa común de los hombres ha sido cerrada por una peste. El poema de Eliseo describe “el grave silencio” que cae sobre sus hombros “como el peso conmovedor de una muchacha sollozante”, y el recuerdo de las palabras nobles y sencillas como “buenos días”, “buenas tardes”, “buenas noches” que resuenan solas en el mundo. Y el poeta nos estremece con estos versos: “Es así que ahora todo nos falta”, claro, todo, hasta el saludo y los abrazos. Y nos hace llorar Eliseo “si alguien nos ofreciera un poco de café, nos salvábamos. Porque la casa deshabitada es adusta como la justicia del fin”. Y el viento se pasea por las alturas, el viento “por las estancias de la casa vacía. Y es como si no hubiese venido nadie, como si nadie mirase los recintos del hombre, bajo los astros”. ¡Dios mío, qué poema!
Epílogo
Al llegar a La Habana, en 1994, llamé al teléfono de Eliseo Diego para encontrarnos como se lo había prometido en Cartagena. La dulce voz que estaba al otro lado del teléfono era Bella, su mujer, quien me dio la terrible noticia de que el poeta acababa de morir hacía poco en un viaje en México. Le conté de nuestro encuentro en Cartagena de Indias. Y mi paso por La Habana me llevó a la casa de Cintio Vitier, su mejor amigo, y su esposa Fina, hermana de Bella, quienes me recibieron en su casa, me brindaron una taza de café, mientras Cintio evocaba a su amigo con una dulzura y una ternura, mientras fumaba su habano.
Al salir a las calles de la plaza de La Habana, me dediqué a mirar la montaña de libros viejos que los libreros venden en los parques habaneros y allí, como un tesoro guardado, encontré otra vez los poemas de Eliseo Diego.
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