Revista dominical


Acta de Independencia de Cartagena

EL UNIVERSAL

06 de noviembre de 2011 12:01 AM

En el nombre de Dios Todopoderoso, autor de la naturaleza, nosotros los representantes del buen pueblo de la provincia de Cartagena de Indias, congregados en Junta plena, con asistencia de todos los tribunales de esta ciudad, a efecto de entrar en el pleno goce de nuestros justos e imprescriptibles derechos, que se nos han devuelto por orden de los sucesos con que la Divina Providencia quiso marcar la disolución de la monarquía española, y la erección de otra nueva dinastía sobre el trono de los Borbones: antes de poner en ejercicio aquellos mismos derechos que el sabio Autor del Universo ha concedido a todo el género humano, vamos a exponer, a los ojos del mundo imparcial el cúmulo de motivos poderosos que nos impelen a esta solemne declaración, y justifican la resolución, tan necesaria, que va a separarnos para siempre de la monarquía española.
Apartamos con horror de nuestra consideración aquellos trescientos años de vejaciones, de miserias, de sufrimientos de todo género, que acumuló sobre nuestro país la ferocidad de sus conquistadores y mandatarios españoles, cuya historia no podrá leer la posteridad sin admirarse de tan largos sufrimientos; y pasando en silencio, aunque no en olvido, las consecuencias de aquel tiempo tan desgraciado para las Américas, queremos contraernos solamente a los hechos que son peculiares a esta provincia desde la época de la revolución española; y a su lectura, el hombre más decidido por la causa de España no podrá resistirse a confesar, que mientras más liberal y más desinteresada ha sido nuestra conducta con respecto a los gobiernos de la Península, más injusta, más tiránica y opresiva ha sido la de estos contra nosotros.
Desde que con la irrupción de los franceses en España, la entrada de Fernando VII en el territorio francés, y la subsiguiente renuncia que aquel monarca y toda su familia hicieron del trono de sus mayores en favor del emperador Napoleón, se rompieron los vínculos que unían al rey con sus pueblos, quedaron estos en el pleno goce de su soberanía, y autorizados para darse la forma de gobierno que más le acomodase. Consecuencias de esta facultad fueron las innumerables juntas de gobierno que se erigieron en todas las provincias, en muchas ciudades subalternas, y aun en algunos pueblos de España. Estos gobiernos populares que debían su poder al verdadero origen de él, que es el pueblo, quisieron, sin embargo, jurar de nuevo y reconocer por su rey a Fernando VII, bien sea por un efecto de compasión hacia su persona, o bien, por una predilección al gobierno monárquico. El primer objeto de las juntas de España fue asegurarse de la posesión de las Américas, y al efecto se enviaron Diputados a estas provincias que procurasen mantener una unión considerada casi imposible. La orgullosa Junta de Sevilla, que usurpó por algunos meses el título de Soberana de Indias, fue la que más se distinguió en darse a reconocer en estos países. Dos enviados suyos llegaron a Cartagena. Ya les habían precedido por algunos días, las noticias de los sucesos que ocasionaron la ruina de la monarquía española, y en la sorpresa y en el desorden de espíritu que causan los acontecimientos imprevistos.
Cartagena, aunque tuvo bastante generosidad para no usar de ellos en las circunstancias más peligrosas, en que jamás se halló la Nación de que era parte. Sacrificólos, pues, a la unión con su metrópoli, y al deseo de concurrir a salvarla de la más atroz de las usurpaciones. La Junta de Sevilla fue reconocida de hecho, a pesar de la imprudente conducta de sus Enviados; y a pesar de las vejaciones e insultos que los agentes del gobierno prodigaron al ilustre Cabildo, y a algunos de sus dignos miembros. Este cuerpo, verdaderamente patriótico, elevó sus quejas al gobierno de España en los términos más sumisos, y pidió una satisfacción de los agravios que se le habían hecho; pero en cambio de nuestra generosidad, sólo recibimos nuevas injurias; y en recompensa de las riquezas que les enviamos para sostener la causa de la nación, vino una nueva orden inicia dirigida al Virrey de este reino, para hacer una pesquisa a varios individuos del Cabildo, y a otros vecinos.
Tan atroz conducta de parte de un gobierno, reconocido sólo por conservar la integridad de la Nación, no fue capaz de desviarnos de nuestros principios; nosotros, fieles siempre a las promesas que habíamos hecho, continuamos manteniendo esta unidad política tan costosa y tan contraria a nuestros verdaderos intereses.
Entre tanto, el desorden, el choque de las diversas autoridades y los males de que aquí eran de tenerse, obligaron a las provincias de España a reunirse en un cuerpo común que fuese un gobierno general. Instalóse en Aranjuez la Junta Central y desde este momento comenzaron a renacer nuestras esperanzas de una suerte mejor. Triunfó la razón de las envejecidas preocupaciones, y, por la primera vez, se oyó decir en España que los americanos tenían derechos. Mezquinos eran los que se nos habían declarado; eran sujetos a la voz de los Ayuntamientos dominados por los Gobernadores, eran los Virreyes, nuestros más mortales enemigos, los que tenían influjo en la elección de nuestros Representantes; pero al fin la España reconocía que debíamos tener parte en el gobierno de la Nación; y nosotros olvidándonos del carácter dominante de los peninsulares, confiábamos en que nuestra presencia, nuestra justicia y nuestras reclamaciones, habían al fin de arrancar al gobierno de España la ingenua confesión y reconocimiento de que nuestros derechos eran en todo iguales a los suyos.
La suerte desgraciada de la guerra, no dio lugar a la llegada de nuestros Representantes. Los enemigos entraron en Andalucía, y la Junta central prófuga, dispersa, cargada de las maldiciones de toda la Nación, abortó bien a su pesar, un gobierno monstruoso conocido con el nombre de Regencia, Dominada por los franceses casi toda la península y confinado este débil gobierno a la isla de León, volvió sus ojos moribundos hacia la América, y temiendo ya su próximo el último período de su existencia, oimos de su boca un derecho lisonjero, que le arrancó el temor de perder para siempre estos ricos países, si no lograba seducirlos con las más halagüeñas promesas. Ofrecíamos libertad y fraternidad; y al mismo tiempo que proclamaba que nuestros destinos no estaban en manos de los Gobernantes y Virreyes, reforzaba la autoridad de éstos, dejándolos árbitros de la elección de nuestros Representantes.
Eran estas circunstancias muy críticas para Cartagena. El estado lamentable de España sin más territorio libre que Galicia, Cádiz y la isla de León, Valencia, Alicante y Cartagena, el temor de ser envueltos en las ruinas que les amenazaban y de caer en las asechanzas de Napoleón, el deseo de concurrir a salvarla, por una parte; el conocimiento de nuestros derechos, las pocas esperanzas que veíamos de que éstos se reconociesen, los males que nos acarreaba un Gobernador insolente, por la otra, hacían un contraste bien difícil de decidirse. Quisimos, sin embargo, abundar en moderación y en sufrimientos, y aunque tomamos medidas de precaución para alejar de nosotros los peligros que temíamos, nunca rompimos la integridad de la monarquía, ni nos separamos de la causa de la Nación. Nuestra seguridad exigió imperiosamente prepararnos de todos modos para no caer en la común calamidad, y al efecto quisimos que el Cabildo, como un cuerpo compuesto de patricios, interviniese con el Gobernador en la administración del gobierno, y cuando ya no bastaba esta providencia, fue preciso deponer a este mismo Gobernador entrando en su lugar el que las leyes llamaban a sucederle. Las causas que nos movieron a este hecho estaban legalmente justificadas con todas las formas jurídicas; el mismo Comisionado que la Regencia nos envió, no pudo, menos de aprobarlas; y además sometíamos a aquel gobierno el examen de nuestra conducta. Le ofrecimos fraternidad y unión, le enviamos cuantiosos socorros de dinero para sostener la guerra contra la Francia, le protestamos sinceramente que nuestros sentimientos serían inalterables, siempre que se atendiese nuestra justicia, se remediasen nuestros males y hubiese esperanzas de que salvara la Nación. Nada bastó, nada conseguimos. La Regencia, orgullosa con un reconocimiento que apenas se atrevió a esperar, mostróse indiferente a nuestras reclamaciones, y en vez de escucharles como merecían, dictó órdenes del favorito de Carlos IV. A nuestras sumisiones, a nuestras protestas de amistad, correspondió con palabras agrias e insultantes; y para acallar nuestras quejas, para darnos las gracias por los tesoros que le prodigamos, improbó nuestras operaciones en los términos más insolentes, y nos amenazó con todo el rigor de la tiranía, mal reconocida aún en el mismo recinto de Cádiz. En la corta época que duró el Consejo de Regencia, su conducta fue en todo consiguiente a los tiránicos principios que habían adoptado con nosotros: los efectos fueron en todas partes casi iguales, Varias provincias de América declararon su independencia: la capital de este reino y muchas de sus provincias internas siguieron los mismos pasos.
Tan seductor como era este ejemplo, y tan justo los motivos que teníamos para imitarlo, no pudo, sin embargo, alterar nuestra conducta, a pesar de que los agentes del gobierno de España ponían todo su conato en disgustarnos, Las  sangrientas escenas de La Paz y de Quito, los crueles asesinatos de los Llanos, pusieron nuestro sufrimiento a la última prueba; mas a pesar de esto obró la moderación, Nosotros formamos una Junta de gobierno para suplir las autoridades extinguidas  en la capital; pero no negamos la obediencia a los gobiernos de España: nuestra Junta tenia, es verdad, facultades más amplias que las de los Virreyes; pero la Regencia había obstruído todos los canales de la prosperidad pública, declarando que sólo atendía a la guerra, y era menester que nosotros mirásemos por nuestra suerte.
Acercóse entre tanto la época en que iban a realizarse nuestras esperanzas y a fenecer nuestros males, La España, justamente disgustada del ilegal gobierno de la Regencia, apresuró la instalación de las Cortes generales. Se anunció este cuerpo al mundo con toda la dignidad de una gran nación, y proclamó principios e ideas tan liberales, cual no las esperaba la Europa, de la ignorancia en que creía sumidos a los españoles. Declarada la soberanía de la nación, la división de los poderes, la igualdad de derechos entre europeos y americanos, la libertad de la imprenta y otros derechos del pueblo, nada más nos quedaba que desear, sino verlo todo realizado; y seducidos con unas ideas tan halagüeñas, creímos que empezaba ya a rayar la aurora de una feliz regeneración. Reconocimos, pues, las Cortes, pero hechos más cautos con las lecciones de lo pasado, y convencidos, por nuestra propia experiencia, de que un gobierno distante no puede hacer la felicidad de sus pueblos, las reconocimos sólo como una soberanía interina, mientras que se constituían legalmente conforme a los principios que proclamaban, reservándolos siempre la administración interior, y gobierno económico de las provincias. Más, presto conocimos que las mismas Cortes no estaban exentas del carácter falaz que ha distinguido a los gobiernos revolucionarios de  España. La libertad, la igualdad de derechos que nos ofrecían en discursos, sólo eran con el objeto de seducirnos y lograr nuestros reconocimientos. En nada se pensó menos que en cumplir aquellas promesas: los hechos eran enteramente contrarios: y mientras que la España nombraba un representante por cada cincuenta mil habitantes, aún de los países ocupados, constantemente por el enemigo, para la América se adoptaba otra base, calculada de intento, para que su voz quedase ahogada por una mayoría escandalosamente considerable, o más bien diremos que las inconsecuencias que se cometieron en este particular, asignando unas veces un Diputado por cada Provincia y después veinte y ocho por toda la América indicaban un refinamiento de mala fe respecto de nosotros.
Siendo la nación soberana de sí misma, y debiendo ejercer esta soberanía por medio de sus representantes, no podíamos concebir con qué fundamentos una parte de la nación, quería ser más soberana y dictar leyes a la otra parte, mucho mayor en población y en importancia política; y cómo siendo iguales en derechos, no lo eran también en el influjo y en los medios de sostenerlos.
Nosotros no debimos someternos a tan desagradable desigualdad. Reclamamos, representamos nuestros derechos con energía y con vigor, los apoyamos con las razones emanadas de las mismas declaratorias del Congreso Nacional: pedimos nuestra administración interior, fundándola en la razón, en la justicia, en el ejemplo que dieron otras naciones sabias, concediéndola a sus posesiones distantes, aun en el concepto de colonias que estaba ya desterrado de entre nosotros; y últimamente, ofrecíamos de nuevo, sobre estas bases la más perfecta unión, y para mostrar que no eran vanas palabras, enviamos los auxilios pecuniarios que nos permitían las circunstancias. Los que llamaban diputados de la América sostuvieron en las Cortes con bastante dignidad la causa de los americanos; pero la obstinación no cedió: la razón gritaba en vano a los ánimos obsecados con las preocupaciones y la ambición de dominar: siempre sordos a los clamores de nuestra justicia, dieron el último fallo a nuestras esperanzas, negándonos la igualdad de representantes, y fue un espectáculo verdaderamente singular e inconcebible ver que al paso que la España europea con una mano derribaba el trono del despotismo, y derramaba su sangre para defender su libertad; con la otra, echase nuevas cadenas a la España americana, y amenazase con el látigo levantado, a los que no quisiesen soportarlas.
Colocados en tan dolorosa alternativa, hemos sufrido toda clase de insultos de parte de los agentes del gobierno español, que obrarían sin duda de acuerdo con los sentimientos de éste; se nos hostiliza, se nos desacredita, se corta toda comunicación con nosotros; y porque reclamamos sumisamente los derechos que la Naturaleza, antes que la España, nos había concedido, nos llaman rebeldes, insurgentes y traidores, no dignándose contestar nuestras solicitudes el gobierno mismo de la Nación.
Agotados ya todos los medios de una decorosa conciliación, y no teniendo nada que esperar de la Nación española, supuesto que el gobierno más ilustrado que puede tener desconoce nuestros derechos y no corresponde a los fines para que han sido instituídos los gobiernos, que es el bien y la felicidad de los miembros de la sociedad civil: el deseo de nuestra propia conservación y de proveer a nuestra subsistencia política, nos obliga a poner en uso los derechos imprescriptibles que recobramos con las renuncias de Bayona, y la facultad que tiene todo pueblo de separarse de un gobierno que le hace desgraciado. Impelidos de estas razones de justicia, que sólo son un débil bosquejo de nuestros sufrimientos, y de las naturalezas y políticas que tan imperiosamente convencen de la necesidad que tenemos de esta separación, indicada por la misma naturaleza, nosotros los representantes del buen pueblo de Cartagena de Indias, con su expreso y público consentimiento, poniendo por testigo al Ser Supremo de la rectitud de nuestros procederes, y por árbitro al mundo imparcial de la justicia de nuestra causa, declaramos solemnemente, a la faz de todo el mundo, que la provincia de Cartagena de Indias es desde hoy, de hecho y por derecho, Estado libre, soberano e independiente; que se halla absuelta de toda sumisión, vasallaje, obediencia, y todo otro vínculo de cualquier clase y naturaleza que fuese, que anteriormente la ligase con la corona y gobierno de España, y que, como tal Estado libre y absolutamente independiente, puede hacer todo lo que hacen y pueden hacer las naciones libres e independientes. Y para mayor firmeza y validez de esta nuestra declaratoria, empeñamos solemnemente nuestras vidas y haciendas, jurando derramar hasta la última gota de nuestra sangre antes que faltar a tan sagrado comprometimiento.

Dada en el Palacio de Gobierno de Cartagena de Indias, a 11 días del mes de noviembre de 1811, el primero de nuestra independencia.

Ignacio Cavero, Presidente,  Juan de Dios Amador, José María García de Toledo, Ramón Ripoll, José de Casamayor, Domingo Granados, José María del Real, Germán Gutiérrez de Piñeres, Eusebio María Canabal, José María del Castillo, Basilio del Toro de Mendoza, Manuel José Canabal, Ignacio de Narváez y la Torre, Santiago de Lecuna, José María de la Terga, Manuel Rodríguez Torices, Juan de Arias, Anselmo José de Urreta, José Fernández de Madrid, José María Benito Revollo, Secretario.

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