Fernando Botero (1932-2023) dibujó más de seis mil dibujos que él llamaba “bosquejos o estudios”, desde que empezó a pintar sus primeras acuarelas sobre corridas de toros, escenas y retratos de toreros, en aquellos años en que soñaba ser torero en Medellín.
Estudió su primaria en el Ateneo Antioqueño, pero ya desde sus doce años, en 1944, era asiduo de la escuela de tauromaquia en la plaza de La Macarena de Medellín. Ilustraba con trazos largos, a mano alzada, a lápiz y en tinta china el suplemento literario del diario El Colombiano. Lea aquí: Fernando Botero, el estudiante ‘pobre’ que conquistó Madrid con su arte
La intuición y la curiosidad rebelde e insaciable por el arte y el conocimiento latían como señales de su personalidad en su temprana juventud. Su padre, David Botero, era un comerciante a caballo que recorría desde el amanecer los pueblos de Antioquia, y murió a sus cuarenta años de un infarto. Flora Angulo, su madre, además de costurera, tenía una habilidad creativa con sus manos. Juan David y Rodrigo eran sus hermanos.
El joven Botero estudió su bachillerato en el Colegio San José de Marinilla y en la Bolivariana, y fue expulsado al escribir un artículo defendiendo el arte de Pablo Picasso. Culminó sus estudios en el Liceo de la Universidad de Antioquia. Hizo su primera exposición a sus dieciséis años, en 1948. Se fue a vivir a Bogotá, y el halo enrarecido y perturbador de la violencia, luego del magnicidio de Gaitán, aún reinaban en la ciudad y en el país. De aquellos años es su acuarela ‘Mujer llorando’ (1949), que retrata a una mujer acuclillada, con las manos grandes que cubren su rostro.

Conoció en Bogotá al fotógrafo y caricaturista Leo Matiz, de Aracataca, quien le propuso organizarle una exposición individual en su galería, que estaba al frente del café histórico El Automático, donde se reunían intelectuales y artistas de la época. En la Avenida Jiménez número 5-61.
“Leo era para esa época como un vedette en Colombia, alguien equiparable al pintor Diego Rivera en México”, contaba Botero. “Era un personaje muy consciente de su rol de vedette y expresaba cosas extravagantes que, para un joven artista como yo, resultaban muy próximas a las actitudes de un Salvador Dalí”. Le puede interesar: Estas son las esculturas de Fernando Botero alrededor del mundo
El joven Botero, de 19 años, presentó 25 obras entre acuarelas, tintas y algunos óleos. En la noche inaugural asistió el acuarelista español Vicente Pastor Calpena, quien había vivido en Cartagena, gracias a la invitación que le hizo Daniel Lemaitre Tono, y se convirtió en el maestro de acuarelas tanto de Daniel Lemaitre como de su hijo Hernando Lemaitre. Las acuarelas y óleos de Botero tuvieron un impacto tremendo y se vendieron todos.

Al evocar aquella primera exposición de Botero en Bogotá, Alejandra Matiz, hija de Leo Matiz, quien dirige en México la Fundación Leo Matiz, me cuenta que ella era una niña. Y en un parpadeo de su padre descolgó los cuadros de Botero y los puso en el piso para jugar con sus amigas a hacer una casa, y le pusieron piedritas y un poco de tierra a los cuadros. Cuando Leo Matiz vio aquella escena se quiso morir porque estaban jugando nada menos que con un patrimonio artístico sin saberlo, cuenta riéndose Alejandra, quien años después se lo contó al mismo Botero en Pietrasanta, y el artista se echó a reír con la ocurrencia, diciendo que le tenía cierta compasión a esas pinturas iniciales.

Con el dinero recaudado con la exposición en la Galería de Leo Matiz, el joven Botero decidió irse a Tolú, Coveñas, las islas de San Bernardo y el Golfo de Morrosquillo, “dispuesto a convertirme en un nuevo Gauguin”, contó Botero al periodista Héctor Loaiza de la revista cultural latinoamericana “Resonancias Literarias”, publicada con el título “Tras el miro gauguiniano”, compartido a raíz de la muerte del artista en redes y medios por Víctor Maiguel. Lea: ¡Fernando Botero, gracias por el arte!
En esa entrevista, Botero, quien permaneció diez meses, pintando frente al mar y comiendo pescado frito en la fonda de Isolina García, recordaba la inmensidad bajo la sombra bailoteante de los cocoteros, los colores del mar y del paisaje que cambiaban bajo el azul, de un tono amarillo cadmio, en contraste con el entramado oscuro de los manglares y los pantanos, los bohíos de palma, las casas con piso de tierra y las calles sin pavimentar. Tolú se le semejaba a Tahití, y era, según el artista, un pueblo pequeño de apenas tres mil habitantes.

Evocaba la sinuosa belleza de sus mujeres espigadas, altas, negras, aindiadas. La primera noche en el rancho iluminado con una vela fue compartida con dos nativos, el pescador Paco Troconis y el maestro Amador García. Dormían en hamacas. Una noche sintió la presencia de una mujer que se deslizó en silencio hasta su hamaca, sin decir una sola palabra, y se fue como había llegado, sin saber su nombre. Su estudio de pintor era una pequeña ramada detrás del rancho.
“Era como un galpón sin paredes, como una cerca de bambú y con patio de tierra. Durante diez meses pinté allí”. Según su relato le propuso a Isolina cambiarle tres meses de comida por unos murales en su pensión. Y pintó avisos de almacenes para subsistir. Lea además: Obras del maestro Botero que se vendieron por millones de dólares
Pintó veinte óleos sobre la vida en Tolú, escenas de carnaval, pesca, fiestas y duelos. Una de ellas, “Frente al mar”, en la que aparece un nativo de Tolú, borracho y amarrado por sus amigos, ganó el Segundo Premio en el Salón Nacional de Artistas en Bogotá en 1952. De esa misma época es su pintura “Coco”, en la que aparecen nativos tumbando cocos y mujeres altas y delgadas vendiendo pescado a la orilla del mar.
Regresó a Bogotá y expuso nuevamente cerca de medio centenar de pinturas en la galería de Matiz. Con el premio de arte y las ventas de esas pinturas, emprendió su primer viaje a España.
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