Facetas


Joseph Ndwaniye, la promesa africana

El novelista y enfermero africano Joseph Ndwaniye (Ruanda, 1962) conversó con El Universal. Es el autor de ‘La promesa hecha a mi hermana’.

GUSTAVO TATIS GUERRA

24 de marzo de 2019 12:00 AM

Es más que una promesa africana, una revelación mundial de la narrativa contemporánea de su país. Joseph Ndwaniye (Ruanda, 1962) vino después del mediodía del sábado a Cartagena, bajo la intensa luz de marzo, dispuesto a sentarse a conversar conmigo, recién llegado del aeropuerto. Vino cargado de historias. Entre ellas, trajo su primera y celebrada novela ‘La promesa hecha a mi hermana’, finalista en 2007 del Prix des Cinq Continents de la Francophonie.

También trajo su libro para jóvenes ‘Más fuerte que la hiena’, sobre la anemia de células falciformes, publicado en 2018. Joseph estaba ahora en la Alianza Colombo Francesa de Cartagena, invitado para un coloquio sobre su experiencia como escritor y enfermero.

Tuve la impresión de haber conversado tantas veces con Joseph, pese a ser la primera vez que llega a Colombia y a Cartagena, pero su rostro, sonreído y tímido, me devolvió a otros rostros de amigos cercanos en Cartagena. Lo saludé como si siempre lo hubiera visto en la ciudad. Él me saludó en español, pero me respondió todo en francés, y nos traducía Marianna Lacombe Betancur, encargada de comunicaciones en la Alianza Francesa. Lo primero que se me ocurrió preguntarle fue sobre sus experiencias de infancia, en las que presintiera que alguna vez sería escritor. Entonces me devolvió a las noches africanas: “Mis padres me llevaron a vivir donde mis abuelos, pero en una habitación de la abuela, ella nos contaba cada noche una historia diferente. Eran historias que tenían que ver con la vida en el campo, con episodios heroicos de algunos habitantes del pueblo, cuentos en los que los animales y los hombres conversaban, en fin, cuentos y leyendas africanas. Mi padre, Ndwaniye Alphonse, era profesor y le encantaba hablar en francés. Tenía vecinos holandeses y belgas, y vivía al lado de una iglesia protestante construida en Ruanda por misioneros holandeses. Junto a la iglesia había un hospital. Yo iba de niño a la misa de los domingos en esa iglesia. Mi madre, Mukabagorora Thamar, ama de casa. No había libros en casa, tampoco biblioteca ni librería en mi pueblo. Aprendí francés teóricamente desde que empecé los cursos en tercero de primaria. Antes de empezar a escribir, yo tenía muchas historias que quería escribir, pero las tenía en la mente. Eran muchos libros que esperaba ver escritos y publicados. La iniciativa fue particular y ocurrió a mi regreso a Ruanda, en las colinas, en donde fui a buscar a los vecinos mayores del pueblo. Intenté grabar lo que aquellas personas me contaban y empecé a traducirlas al francés. Cuando escribí ‘La promesa hecha a mi hermana’, todo el mundo creyó que era la historia de mi familia, y llevo años diciendo lo contrario, explicando que no tengo hermanos gemelos como en la novela, y no somos tres sino seis en la vida real. Algunos lectores creen que es una novela autobiográfica. La primera parte es un viaje a la infancia del personaje, que es la infancia de toda una generación africana que vivía en las colinas. Tomé segmentos de cuentos de otras personas, incluso de la misma familia, para darle una dimensión a la historia, pero no es un testimonio. Durante el genocidio de Ruanda, en el que murieron 800 mil personas o muy probablemente un millón de personas, en aquel 7 de abril de 1994, no estaba allí, pero quise reconstruir y explicar esos acontecimientos desde la ficción.

En la colina africana nadie tiene apellidos de familia. Es el padre de cada familia el que da nombre a sus hijos, pero el apellido está inspirado en la circunstancia de cada ser. La colina está sembrada de maíz, yuca, papa, frijol, batata y arveja. Se fermenta una especie de plátano para hacer vino y cerveza, pero también se hace cerveza con cebada. El grado de fermentación depende de cada fabricante casero. El ritmo de los días tiene la cadencia del trabajo colectivo y los cantos y las danzas de la comunidad. Las primeras historias que recogí en 1997, al regresar a Ruanda, tenían que ver con el genocidio. Lo que más me marcó al regresar fue la ausencia de las personas que conocíamos. Amigos de infancia habían muerto en esa masacre, y los que sobrevivieron se fueron de Ruanda. Me senté a escuchar las historias de las atrocidades. Me importaba poder hacer público, a través de una novela, un episodio atroz de nuestra historia que desconocían los que no habían nacido en 1994. Recorrí el pueblo recogiendo esas historias, para que Ruanda no olvidara la memoria de sus víctimas. Cada abril, para recordar esa triste fecha, mis vecinos de Ruanda consagran una semana a recordar a sus muertos, en una ceremonia especial que nos lleva a estremecernos juntos y a llorar juntos. Todos reunidos, como en una sola familia que mira el horizonte desde una colina, nos sentamos a recordar a los muertos”.

El milagro de contar

Para seguir escuchando a Joseph tengo que beber mucha agua y sobrellevar el tormento de la historia africana. Ahora, mientras me apresuro a hacerle una nueva pregunta, me da curiosidad la historia de las células falciformes, y él me pregunta si he conocido gente que sufre esa enfermedad y yo le digo que mi esposa ha sobrellevado desde muy joven la anemia de células falciformes. Es una enfermedad en África, me recuerda, y le digo que aquí somos descendientes de africanos, y que conozco muchos casos de amigos negros y amigas negras que sufren esa misma enfermedad. “Iré a conocer Palenque”, me dice. Ahora, luego de esta pausa, le pregunto por el arte de escribir.

“En mi caso, no soy de esos escritores que se sienta a escribir en el dolor o en el aislamiento o en cierta soledad, sino en los transportes públicos. Siempre escribo a mano y después, en el computador. Las correcciones siempre las hago a mano. Cuando publiqué mi primera novela, la reacción de la familia fue un tanto indiferente, porque no existe tradición en Ruanda de que la gente lea narraciones de ficción. Allá lo que prevalece es la tradición oral. Alguien en mi familia leyó la novela y empezó a señalar aspectos que, según él, no eran ciertos. Y creyó que yo estaba escribiendo una historia de la familia que es una ficción. Mi actitud es que la ficción y la realidad se mezclan, pero busco que la ficción no se oponga a la realidad, y para no contradecir la verdad de la historia. Se puede hablar de una verdad a partir de una ficción, y se puede articular esa realidad en un proceso muy delicado. Un personaje, por ejemplo, es el resultado de una cantidad de personas, pero me ocurre que el personaje va construyéndose a medida que va evolucionando la historia. Otros personajes se agregan a la historia y otros desaparecen, pero soy un escritor que sigue a sus personajes y no al revés: los personajes no me siguen a mí. No siempre, en el esquema inicial, puedo saber cómo va a culminar la historia. El final es impredecible. Hay veces que el personaje secundario se torna protagónico en el libro”.

El enfermero

Joseph se graduó en la Escuela de Asistentes Médicos de Kigali y laboró en hospitales de Ruanda. Ha vivido en Bélgica desde 1986. En 2012 publicó su segunda novela ‘El muzungu devorador de hombres’. Es asistente de laboratorio, licenciado en enfermería y máster en gestión hospitalaria. Ha trabado en las Clínicas Universitarias Saint-Luc en Bruselas, con pacientes tratados con trasplante de médula ósea y células madre hematopoyéticas. Está trabajando en su tercera novela, que tiene como escenario Bolivia.

La escritura y la devoción de atender pacientes tienen en común la noble y misteriosa misión de consolar con las palabras y la memoria colectiva.

Epílogo

Al salir a las calles de Cartagena, Joseph tiene el pálpito de reencontrar algo de su pasado más lejano: a sus parientes africanos que ahora deambulan con historias de soledad y solidaridad, y esperanzas colectivas. Al contarme la historia de la colina, siento el deseo de asomarme a aquella orilla para ver el horizonte y escuchar las palabras que dispersa el viento, las manos que vigilan la siembra de maíz o de yuca, los cantos de los hombres y las mujeres, la danza que empieza bajo la luz de la luna, y otra vez, como en la casa de los abuelos, el arte milenario que compartimos en el Caribe, la pasión de contar. Y al escucharlo en francés y en instantes en español, vuelve a la memoria el instante en que al sentarse junto a los suyos, cada vecino le contó la noche espeluznante en que Ruanda en aquel abril de 1994, vivió el infierno de la más espeluznante de sus tragedias. Joseph fue elegido por la vida y la historia para contarlo.

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