Todo el mundo la llama mamá Ema porque se ha convertido en los últimos treinta años en la madre de innumerables hombres que están en la Cárcel de Ternera y muchas mujeres que estaban en la antigua Cárcel de San Diego. Es Emarón Dessabibá Alí-Gahim Aparicio, nacida en Cartagena, en el Primer Callejón de Manga, el 17 de diciembre de hace 87 años. Su madre, Georgina Aparicio, era de San Cayetano y su padre, Tabarú Alí-Gahim, era de la India. Recuerda a su padre como un hombre pacífico, bajito, moreno, de cabello liso, y a su madre, una mujer de temperamento fuerte. El padre vino de Calcuta y había decidido quedarse en Cartagena, España, luego de un largo viaje en barco, y cuando quiso darse cuenta el barco ya estaba en aguas distantes y rumbo hacia Cartagena de Indias, el destino lo llevó a quedarse para siempre en esta ciudad donde no conocía a nadie y donde empezó a inventar negocios para quedarse por siempre. Pero fue el amor el que hizo sus milagros porque el viajero quedó atrapado en el embrujo de Georgina. Su padre y su hermano vendían ropa de hombre que ellos mismos cosían con esa tela suave que traían de la India, y terminaron creando el Bazar Calcuta en la Calle de las Carretas. Ella se crió con la abuela Teresa Padilla, que era muy regañona. Emarón se casó con Alfredo Jiménez, un constructor de lanchas y un alfarero con quien tuvo tres hijas: Ayda Georgina Jiménez, Aleyda Patricia y Amaida Beatriz. Le puede interesar también: Desde adentro de la cárcel con Judith Pinedo
De Manga pasó al barrio Las Delicias cuando se casó, y de allí a El Socorro, donde ha vivido los últimos treinta años. Alfredo murió de un infarto. Era un hombre apacible, amoroso y familiar y cuando él partió, ella se enfrentó a la dilema de la soledad y a la pregunta existencial en cada madrugada en que despertaba para orar. Escuchaba el susurro de ángeles que le recordaban que debía un sentido al tesoro de la vida, y entonces pensó en la soledad de los reclusos y pidió una cita en la Cárcel de San Diego y una en la de Ternera, para ofrecerse de voluntaria en los dos penitenciarios, visitándolos dos o tres veces por semana, para llevar consuelo y esperanza a los reclusos y reclusas. Aquello se convirtió en el más bello y misterioso milagro de su vida, porque empezó a tratar a los reclusos como hijos y hermanos a los que la vida les había negado oportunidades, y sin juzgarlos, se sentó con ellos a reinventar sus vidas, a consolarlos, a ayudarlos.
Emarón Dessabibá.
“Cuando murió mi esposo Alfredo pensé que me volvería loca. Días después decidí visitar la Cárcel de San Diego, luego de contactar a la señora Yadira Caballero, del Comité de Rehabilitación, y me ofrecí como voluntaria enseñando a leer y escribir a los reclusos que eran analfabetas. A las mujeres les enseñé modistería, los inicié en los computadores y llevé libros para crear bibliotecas en las cárceles. Celebramos con actos culturales el Día del Recluso el 24 de septiembre, los reinados internos de belleza y muchos de ellos, al salir de la cárcel, se iban a vivir unos días en mi casa, mientras se contactaban con sus familiares. Cuando llega diciembre el teléfono no para de timbrar con llamadas de distintas ciudades de Colombia, y de otros países, y son de gente que estuvo presa que ya en libertad me agradece el que durante tantos años fuera a visitarlos y a llevarles regalos el día de sus cumpleaños y en estos días de Navidad. Hace poco me llamaron de México y Estados Unidos. Me dijeron: “Mamá Ema, tenemos una cuelga para ti en diciembre. Son como hijos agradecidos que me llaman todo el tiempo”. Lea además: Las cárceles cambiaron la vida de Johana Bahamón
Mamá Ema Alí- Gahim Aparicio y su hija Aleyda Patricia Jiménez Alí-Gahim.//Foto: Aroldo Mestre - El Universal.
¡Quiero volverlos a ver!
“En toda mi vida he sido una mujer saludable, no he sufrido de nada, ni siquiera de dolor de cabeza, solo me duele un poco la rodilla, pero lo que más me ha afecta ahora es que no pueda salir a encontrarme con la gente de las cárceles. La pandemia ha entorpecido la alegría de cada día y ha intentado acabar con mi vida, pero no doy el brazo a torcer. Leo y releo la Biblia y encuentro señales que me iluminan. Desde que estoy viva no recuerdo algo tan espantoso como esta pandemia en la que ha muerto mucha gente cercana y conocida. Le digo a Dios que me recoja si no puedo seguir haciendo la actividad humanitaria que he venido desarrollando durante tantos años. Soy creyente y tengo fe: muy pronto estaré de nuevo con ellos para brindarles mi apoyo. Mucha gente dejaba en la puerta de mi casa regalos para los reclusos que yo entregaba personalmente en las dos cárceles. Deseo que esos regalos a los niños y las niñas de los reclusos sigan llegando a sus manos”.
Ema es el alma de su casa. Sus vecinos la aprecian y reconocen sus dones humanos. “Mis vecinos son espectaculares: Marina Hernández, Wady Santander, Norma Hernández, Adelina Pardo, Alfonso González, Leonor Alcázar, el Padre Rubén, en fin”.
Una vecina que desdeñaba su tarea humanitaria sufrió en carne viva el encarcelamiento de su hijo, y Ema fue condescendiente y amorosa, incluso, con la gente que no la quería. Cuando murió aquella vecina, Ema fue a la cárcel y solicitó que al hijo de la vecina le permitieran salir de la cárcel para estar en los funerales. No se lo permitieron, y entonces Ema logró la hazaña de llevar el ataúd de la madre a la cárcel para que el hijo pudiera despedirse. Fue un día lleno de lágrimas, pero de inmensa y suprema ternura. Así es Ema, la mamá de los reclusos. Vive rodeada de pájaros, perros y peces en acuarios. Y espera seguir consolando a los que están tras las rejas.
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